Un niño hacía ruidos con la boca tratando de imitar el tintineo de las espadas al chocar, tenía que hacerlo puesto que estaba utilizando un palo. Jugaba con otro niño a los espadachines.

–¡Ah! –protestó Frein, el más pequeño, cuando recibió un golpe en los dedos de la mano con la que esgrimía “el arma”; en seguida fue embestido y cayó sobre un charco de agua–. ¡Qué idiota eres, me has hecho trampa!

Pitt, el más grande, se burló de él.

–¡Eres un marica Frein! –le respondió–. ¡Mejor vete a jugar con las niñas

La sombra de la noche

La sombra de la noche

–¡Cállate! –gritó más que enfadado, sin poder contenerse–. ¡Tú me empujaste!

–¡Deja de quejarte y ya párate! ¡Vamos niñita, párate! –le dijo Pitt pateándole las piernas–. ¡Ya, vamos, vamos niñita párate! ¿Qué esperas?

Frein se puso en pie. El agua le había empapado los pantalones.

–¡Te measte! ¡Eres un meón Frein! –dijo Pitt en tono burlón, con una gran sonrisa en el rostro–. ¡Le voy a decir a todos que te hiciste en los calzones!

Frein se puso pálido y empezó a temblar, de pronto no podía soportar la idea de que se burlaran de él; ya se imaginaba multitudes enteras rodeándolo como cuervos gritándole: “¡Meón, Meón!”. Tenía suficiente edad para entender que los otros niños eran crueles, y que una vez que encuentran una excusa para molestar a alguien lo acosan todos los días.

–¡No, no es cierto, es agua! –sostuvo–. ¡Y no soy un marica, a mí nada me da miedo!

–Bien. Si no eres un marica ni un miedoso, pruébalo –dijo Pitt.

–¿Cómo?

Pitt le hizo una seña con el dedo. Apuntaba hacia una vieja torre cuyo pináculo apenas sobresalía en medio del bosque.

Entra ahí –lo retó.

Pitt le había contado que alguna vez allí vivió una princesa muy hermosa, tan hermosa que su padre la había encerrado para que ningún hombre, salvo él, supiera de su existencia. Por supuesto Pitt no conocía la verdadera historia, pero se había inventado el cuento de que dentro de la habitación donde la niña dormía, habían encontrado esqueletos de niños, disfrazados con ropas finas ¡Como de príncipes!, y que no estaba abandonada; le decía que dentro se escondían viejos cochinos que toqueteaban a los niños y los torturaban antes de desollarlos vivos para convertirlos en marionetas.

–Y si tú eres tan valiente, ¿Por qué no vas conmigo? –preguntó Frein.

–¡Porque yo ya me he metido muchas veces, y yo ya sé lo que realmente hay allí! –contestó lleno de orgullo, pero mentía, jamás había entrado–. Pero, para que veas que no me asusto, iré contigo y te esperaré abajo.

Frein dudó por un segundo.

–Está bien –dijo finalmente.

Los dos niños se pusieron en marcha. De camino se dieron cuenta que los árboles eran muy distintos, muy altos, muy quietos… silenciosos. Pronto llegaron a un enorme jardín, la luz del sol brillaba entre los árboles y los rayaba de sombras.

«¡Debió ser muy hermoso!» –pensó Frein, hermoso era una palabra que él no diría nunca en presencia de Pitt.

Posiblemente estaba en lo cierto. Aquel jardín debió ser verdaderamente hermoso, pero ahora no era más que hierba crecida y flores marchitas. El sendero que llegaba hasta el umbral de la torre estaba adornado por estatuas –¡A Frein le parecieron tan desagradables que no soportó mirarlas por mucho tiempo!–, la brisa era fresca y le causaba escalofríos. A medida que se acercaba más hacia la torre, también empezaba a sentirse más nervioso

La sombra de la noche

La sombra de la noche

–¡Espera Pitt! –pidió–. Creo… creo que es mejor que regresemos.

–¿Qué te pasa niñita? ¿Tienes miedo? –preguntó Pitt entre risas.

La verdad… tenía mucho miedo, pero no le quedaba más que seguir adelante, no quería que los otros pensaran que él era un cobarde; y temía que Pitt les dijera que había mojado sus pantalones (aún sabiendo que era mentira). Cuando por fin llegaron a la torre, Frein se dio cuenta de que era mucho más alta de lo que parecía, y aunque no podía ver a nadie, ni oír nada, percibió algo extraño, como si aquel edificio estuviese lleno de gente silenciosa.

–¡Muy bien, ahora ve! –indicó Pitt.

–Pero… la puerta está cerrada.

–¡Tienes que trepar tontito –lo dijo como si fuera demasiado lógico–, tienes que meterte por la ventana!

–¿Tre-tre-trepar? ¿Po-po-por la ventana? –tartamudeó Frein.

–¡Sí! –contestó Pitt–. ¡Recuerda que si no lo haces le diré a todos que eres un miedoso, y que te méas encima!

Frein sintió que el pánico se le subía por la espalda, pero… no podía permitir que le llamaran cobarde, así que empezó a trepar.

Muy a tiempo, otro niño apareció en el jardín.

–¿Qué creen que están haciendo?

Pitt pegó un brinquito de susto, no lo había visto.

–¡Hola gordinflón! –exclamó Pitt.

–¡Me llamo Shía! –lo corrigió.

–¡Para mí te llamas gordinflón! –dijo Pitt.

–¡Tú, bájate de ahí! –le gritó Shía a Frein–. ¿Qué no sabes que no debes andar por aquí? ¡Este lugar es peligroso!

–¿Y qué haces tú aquí gordinflón? –preguntó Pitt.

–Mi padre es quien vigila la torre –respondió Shía.

¿El que vigila la torre? ¿Y dónde está él? –cuestionó insistiendo en el tema–. Tu padre debe ser uno de esos cerdos que roban niños para tocarlos… él debe ser quien tiene a los niños desaparecidos.

–¡Claro que no –gritó Shía–, mi padre es un buen hombre! ¡No te metas con él!

–¿Él te toca en las noches verdad gordinflón? –enfatizó Pitt–. ¿Te gusta como lo hace? ¡Te gusta!, ¿Verdad? ¡Te gusta que él te sobe la grasa de tu trasero!, ¿No es cierto?

Shía hizo caso omiso a estas palabras para no caer en provocaciones, y trató de ir hacia Frein, pero Pitt le cerró el paso y le dijo con arrogancia:

La sombra de la noche

La sombra de la noche

–¡No has contestado a mi pregunta gordinflona!… ¡Eso es, suena mejor así!… ¡Gordinflona! –se rió–. ¡Gordinflona, gordinflona!

Shía lo ignoró de nuevo e intentó pasar por segunda vez, pero Pitt lo echó para atrás de un empujón.

–¡Pitt, ya basta, déjalo! –gritó Frein desde lo alto, y fue bajando poco a poco.

–¡Cierra la boca y quédate allá arriba! –ordenó Pitt.

–Hazte a un lado –pidió Shía con voz tranquila.

Pitt dio un paso al frente con actitud altiva, y le preguntó:

–¿O qué vas a hacer?… Gordinflona.

Shía cansado de que Pitt le llamara gordinflona, se aferró a él para enfrentarlo, los dos niños empezaron a forcejear, se pegaron como pudieron y donde pudieron.

–¡Ya, paren! –gritaba Frein al tiempo que descendía–. ¡Pitt! ¡Déjalo en paz!

Pitt se zafó de los brazos de Shía y de un empujón lo tumbó. El chico se desnucó al caer, su cabeza crujió cuando chocó contra la piedra, luego la sangre empezó a salir formando una corona en torno a ella. Finalmente quedó allí tirado boca arriba, con los ojos desorbitados, el cuello torcido, los brazos abiertos y una pierna doblada debajo del cuerpo. Frein –Qué ahora había bajado de la torre–, contempló la escena con los ojos pelones.

–Es-eso es-es… ¿Es eso sangre? –preguntó–. ¿Está muerto?

Pitt se le quedó mirando, con las manos fuertemente apretadas contra sus ardientes mejillas, estaba sudando; parecía enajenado y su respiración agitada lo hacía jadear.

–¡Pitt! ¿Lo mataste? –inquirió Frein.

«¿Lo he matado?» –se preguntó Pitt–. «¿Lo he empujado yo? ¿Lo he empujado yo o se ha caído él?»

Pitt no podía recordarlo.

«¡Yo no lo empujé! ¿Verdad? ¡Se cayó él solo, estoy seguro de que se cayó!»

Frein levantó la vista y le dirigió a Pitt una mirada acusadora.

–¡No, yo no le he empujado! ¡Se ha caído él! –gritó Pitt–. ¡Se ha caído él solo!

–Lo mataste –dijo Frein con voz sorda, sintiéndose terriblemente asustado.

–No –le contestó Pitt–. Lo mataste tú.

Frein volteó a verlo, perplejo, mientras negaba sacudiendo la cabeza.

«¡No, no, no!» –se repitió en la mente.

–Les diré a todos que tú lo mataste –dijo Pitt–, y si le cuentas a alguien lo que pasó, te mataré también.

En ese momento Sirlott se despertó. Se preguntó si aquello había sido un sueño o si realmente estaba pasando… en algún lugar.  La mujer de los ocho brazos y el príncipe Fíred seguían inconscientes, los vio y pudo acordarse de ese momento en que el caballo dio un mal paso y se quebró la pata mientras trataban de huir de aquel corpulento y tosco gigante de piedra y barro que se toparon en su camino por el bosque. Al principio parecía una pila de rocas, como una pequeña colina, pero cuando el gigante entró en acción adquirió una forma humanoide. Sirlott recordaba perfectamente su apariencia, una silueta sin cara con gemas brillantes a modo de ojos, su cuerpo (de piedra) estaba cubierto de vegetación en las juntas de barro que unían cada parte de su cuerpo –Solo por si os lo estáis preguntando, sí era un gigante de verdad–; medía cuarenta pies de altura (hasta puede que midiera un poco más). Éste debía ser el quinto día que pasaban en el bosque.

 

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