Dejando a un lado las reglas de estilo que el género epistolar transitó desde la época helenística hasta la imperial, y atendiendo el abundante legado que nos dejó el Emperador Juliano, debo resignar un análisis pormenorizado de sus cartas, su complejidad me exige otro espacio. Enfocaré el tema sólo en una, porque es breve y por sobre todo, reveladora de un aspecto central del ideario de este excepcional Augusto, que me placería destacar. La misma está dirigida a un tal Maximino, del que no sabemos nada y para el caso, nos preocupa menos y dice:

Naves griegas

Naves griegas

He ordenado que haya naves en Céncreas. En cuanto a su número, el gobernador de Grecia te lo dirá, y en cuanto a cómo debes emplearla, escúchame: sin corrupción y con rapidez. De que no te arrepientas de semejante servicio yo mismo, con la ayuda de los dioses, me ocuparé”.

El estilo es directo, las formas de “cortesía retórica” están ausentes, es claro que no puede ser de otro modo, y es así porque está dando una orden. Quitemos las capas, observemos y aunque cada frase nos dice algo, las pasaremos por alto para atender solo una: “sin corrupción”, una de sus obsesiones y no es para menos cuando sólo en palacio se encontró que había mil cocineros, piense mi lector ese número solo todo lo que nos dice.

En el Bajo Imperio Romano la corrupción ya era endémica. Ni bien fue investido con la púrpura, Juliano como ilustrado que era, sabía del inexorable y dramático destino que este flagelo provocaría de continuar por este derrotero; combatirla será una obligación ineludible. Lo primero, lo que corresponde, es poner su vida pública y privada como ejemplo, se lo verá: austero, piadoso, ético, moral, defensor implacable de la Ley y tomará como “estandarte” la definición que de ella hizo Aristóteles cuando la llamó: “la inteligencia sin deseo”, por ello rechazó el título de Dominus que lo ubicaba por fuera de ella, “por ser insultante para un pueblo educado en libertad”; siendo esto lo que sorprende y donde seguramente comienza “su enamoramiento” Voltaire, ¡un Augusto de la más noble estirpe rechazando ser un monarca absoluto! Sucede que Juliano no es que era “un rarito” únicamente por ésto no se escandalice mi lector, lo era aún más porque en su ideario estaba volver a los valores republicanos, esos que hicieron grande a Roma, pero todo el esquema político había tomado las formas orientales y por añadidura la Iglesia, estaba en el poder.

Observemos, aunque más no sea sucintamente como legisló un hombre tan afecto al respeto por la Ley. Entre sus preocupaciones como legislador estaba la de restablecer el cursus publicus, tan ligado a la época más esplendente del Imperio y debía serlo de la forma menos onerosa posible. Las leyes sancionadas con ocasión de esto llevan al destacado doctor Javier Arce a llamar a esta labor con atinada justedad, de una verdadera política socialista (Estudios Sobre El Emperador FL. CL. Juliano: fuentes literarias, epigrafía) y yo, de atrevido que soy (año 362, ¿se entiende?) agregaré con justicia social, y lo sustentaré transcribiendo un fragmento de Ley extraído del Cód. Justin. VIII 2,3:

La corrupción

La corrupción

El Emperador Juliano Augusto. El que haya construido a sus expensas en un lugar de la ciudad que no la perjudique, que conserve como propio lo construido y, más aún, que se le agradezca porque embellece la ciudad”.

Pero de todas sus leyes, por la que más se lo recuerda es la llamada Ley escolar, y es porque fue directo contra el proselitismo de la Iglesia; criticada incluso hasta por sus propios admiradores. En ella se les prohibía a los maestros y profesores cristianos enseñar a los griegos, es decir si no podías instruir con: Homero, Hesíodo, Demóstenes, Heródoto, Tucídides, Isócrates y Lisias, vete a casa pues no tienes nada para enseñar. Esto los irritó hasta la locura. San Agustín aún en el siglo posterior no podía contener su “enojo” cuando decía: “… ¿Dirán acaso que no persiguió a la Iglesia él, que prohibió a los cristianos enseñar y aprender las artes liberales?…”

El antecedente de esta ley es el siguiente (quitaré de mis letras el poco barroco que aún les queda, ¡sonríe Borges! Y lo diré sencillito para mi lector de redes-sociales), a Juliano, el tema le viene de su experiencia como estudiante en Atenas, cuando debía simular ser cristiano para no ser asesinado, sería así: si los antes mencionados (Homero, Hesíodo, etc.) desarrollaron su saber creyendo en los dioses y en sus mitos; los recién llegados, son éstos: los cristianos (que se pegan a los judíos para tener el prestigio de la antigüedad y de paso apropiarse de lo conveniente de su mitología), enseñan a nuestros griegos retorciendo su legado, para tomar de ellos lo sustancial de su doctrina (que luego el paso del tiempo convertirá en “siempre suyo: tradición”) pasando lo descartable a superstición pagana (con risitas biliosas por añadidura). Entonces estos maestros cristianos (piensa Juliano) que se vayan a enseñar a: Marcos, Lucas, etc. y dejen a mis griegos tranquilos.

Ciorán lo defiende diciendo: “…tenía fanáticos frente a él; para hacerse respetar le hacía falta exagerar como ellos, propinarles alguna locura…” Para concluir daré mi opinión, creo que en la cabeza de Juliano estaba la idea de que si los dejaba sin educación por cuatro o cinco generaciones, estos irían disminuyendo su fuerza hasta desaparecer; hoy por múltiples razones sabemos que el cristianismo ya era incontenible.

 

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