¡Estaba harto! Verdaderamente hastiado, asqueado por el infierno en que se había convertido su vida. Había hecho hasta lo impensable procurando que ella lo abandonase, que lo dejara de una buena vez. No había momento más odiado para el que cuando llegaba a casa por las noches y ella le preguntaba: ¿Cómo te fue?, ¿Qué tal tu día?, ¿Qué hiciste?

Al principio solo era una molestia que pensó pasajera; las cosas mejoraran: tenía un trabajo, tenía una linda mujer que lo quería… aparentemente no le faltaba nada.

-Si sales de trabajar a las 7, ¿por qué llegas hasta las 9?-

En esos momentos, esos celos lo halagaban, y tierno y cariñoso procuraba contentarla haciéndole ver que no tenía importancia el haberse quedado platicando con los compañeros un rato más.

-¿Compañeros? Sí, claro-

Después, las llamadas a la oficina y al celular prácticamente cada hora, pretendiendo, según ella, decirle lo mucho que lo extrañaba, que ya quería verlo y que estaba impaciente por tenerlo. Lo distraía del trabajo y no le importaba avergonzarlo o que estuviera ocupado y no pudiera responderle en el mismo tono zalamero y cachondo con el que ella le hablaba.

Entonces llegó Alejandra.

Cabellera negra, recortada en melenita justo a la base del cuello, con gafas que le daban cierto aire intelectual, como de catedrática universitaria, y ese cuerpo… ese cuerpo espléndido enfundado en un traje sastre de faldita corta, saco ceñido, fina blusa de generoso escote. Esas piernas largas, bien torneadas y elegantemente vestidas con medias claras y calzadas con zapatillas oscuras.

Nunca supo en realidad en qué momento la relación de trabajo y  compañerismo pasó a algo más íntimo, porque cuando se dio cuenta ya se escapaban al cuarto de copiado, al almacén de papelería e incluso a la sala de juntas. No faltó mucho para que en el Covadonga se les tratara como clientes habituales. Y, como es lógico, mientras más se encendía la pasión con ella, más se apagaba para con quién en casa lo esperaba.  Llegó el día en que las cosas explotaron. Ese fue un día difícil en especial, porque con una auditoría encima y el cierre de mes a solo un par de días, la carga de trabajo estaba al tope. Ese día no quiso responder a ninguna de las muchas llamadas que su mujer le hizo. Llegó al grado de apagar el teléfono, no estaba de humor para tolerarla. Cuando al fin llegó a casa, la avalancha de reproches no se hizo esperar. Fue entonces que la golpeó e insultó por primera vez. Después se fue a dormir a la sala.

El esperaba que ella hiciera maletas y se largara, o que incluso llamara a la policía y lo denunciara. En lugar de eso, lo despertó a la mañana siguiente con un cabal desayuno y lágrimas de arrepentimiento.

-Por favor, perdóname, no quise portarme así-

-Ya déjalo, no pasó nada- respondió él tratando de disimular su sorpresa en su mal humor.

-¡Nunca voy a dejar de quererte y nunca voy a dejar de luchar por ti, te prometo, te juro que nunca te dejaré!-

-¡Puta madre!-

Durante mucho tiempo, a partir de esa ocasión, trató constantemente de terminar con la relación, pero la insistencia de ella se lo impedía. Además él sabía que no podía irse así como así… ¡debía ser ella quién dejara libre el espacio! Así que los golpes y humillaciones se hicieron algo habitual. Finalmente le espetó en la cara que tenía meses metiéndose con Alejandra, los mismos que tenía sin tocarla a ella.

-¡Voy a luchar por ti!, ¡No voy a perderte!, ¡Eres mío, solo mío!-

Esas respuestas en lugar de enternecerlo o provocarle lástima, lo hacían enojar tanto que lo orillaban a odiarla  por esa falta de dignidad que demostraba. No podía evitar contarle a Alejandra, en los momentos posteriores a algún encuentro, los pormenores de esas peleas y del asco que experimentaba por su mujer. Ella lo escuchaba con atención, sin opinar apenas, dejando que él se desahogara y solo intervenía con monosílabos o señas de asentimiento. Una única ocasión, después de un sentido discurso autojustificante donde confesaba aborrecerla, Alejandra, estirándose en la cama, con gran calma le dijo a bocajarro:

-Mátala, simplemente mátala-

Él, con la sorpresa reflejada en sus asombradas facciones, le preguntó:

– ¿Hablas en serio?, ¿de verdad crees que debería…?

-¿sabes?- le respondió Alejandra -tu esposa es una hermosa mujer, si algún día me decidiera a experimentar con una, sería con ella.

Los dos se miraron en silencio durante un rato, muy serios. Hasta que de pronto él estalló en carcajadas por la broma en la que había caído. La abrazó y besó apasionadamente, pero una idea se instaló desde ese momento en su cabeza. Fue entonces que se decidió a hacerlo.

Llegó a casa como siempre; estacionó el auto, se puso los guantes antes de bajar, sacó de la cajuela el portafolios y se lo colgó al hombro, abrió ruidosamente la puerta principal con su llave; en la otra mano llevaba el arma y entró gritando alegremente:

-¡Ya llegué amor!-

Sintió un fuerte y agudo dolor en la espalda, escuchó la puerta cerrarse de golpe detrás suyo al tiempo en que sintió el cálido y abundante manar de la sangre mojando su camisa y empapando su espalda. El cuchillo le impedía respirar normalmente, sus manos enguantadas dejaron caer el arma y las llaves, el portafolio se deslizó por su brazo hasta el suelo, logró andar un par de pasos más antes de derrumbarse de bruces. Al intentar levantarse se dio cuenta de que no podía hacerlo, la herida debía ser grave, aún así pudo volver un poco la cabeza, distinguió con esfuerzo, pues su visión se nublaba rápidamente, las zapatillas de Alejandra que caminaban evitando meterse en un charco de sangre –de su propia sangre-  para reunirse con otro par de zapatos femeninos. Lo último que escuchó fue la voz de su mujer diciéndole:

-¡Qué bien que no tardaste mucho hoy!, te estábamos esperando-

 

Sigue leyendo a Paco Montaño

 

No Hay Más Artículos