Las gotas hermanas, sometidas al eterno vaivén por todo el mundo, según como anduviera la brisa marina que empujaba la enorme masa de agua a la que pertenecían, comenzaron a desesperarse, en medio de aquel rebullir de mar abierto. El sol se mostraba en todo su esplendor.

La fuerza proveniente de la intensidad luminosa, las halaba hacia la superficie, succionándolas como una aspiradora. Conscientes de que al llegar a ese nivel, ascenderían como vapor, perdiendo la característica redondez de su forma, se prepararon para lo que seguía. Una vez en las alturas, irían a formar parte de nubes migratorias, vagando por ambientes de temperaturas variables, tiradas por el viento. Alejándose así, una de otra, irremediablemente, por ello, la actitud desesperada que mostraban.

Ahora viajaban entre nubes y ambientes distintos y por efecto del choque entre masas de aire frío y caliente, se integraban como parte de nubarrones oscuros que se formaban. Pero una esperanza conservaban: cuando se precipitaran, transformadas nuevamente en gotas de agua como lluvia, de alguna manera, llegarían a formar parte de los poderosos ríos que, atravesando valles y montañas y viéndose obligados a cambiar de curso ante la acción del hombre, sorteaban todos los obstáculos para llegar al mar. Una vez allí, entre ondas sinuosas, volverían a  encontrarse. Tendría sentido entonces, eso de que todo es un ciclo y todo vuelve a su lugar de partida. Ese era el punto de vista donde ambas se sustentaban y cuando se adentraron entre los nubarrones oscuros, a considerable distancia una de otra, la esperanza iba adherida, agigantándose entre rayos, truenos y centellas.

 

 

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