He olvidado las palabras que me daban forma, mi vida, sed y destino; las que volcaba en escritos, el sueño del niño que nunca quiso ser escritor, el ratón de biblioteca, el tímido; los títulos de los libros por donde erraba de verdad cuando de mentira me sentía perdido.

 

He olvidado todas las frases de amor que dije, las que no digo; los besos que detuvieron el tiempo, las primeras flechas de Cupido, el haber escupido contra el cielo; haber pecado y haber jodido, haber perdido una hermana y un hermano.

 

No haber querido casarme con nadie, ni siquiera contigo.

He olvidado el solipsismo, ser el centro de mi existencia, de mis adentros; la necesidad

necia de sentirme necesario, los agravios comparativos, la belleza en los demás, el príncipe, el traje nuevo del emperador, el sapo; la gravosa obligación de ser la mejor parte de mí todo el rato.

 

He olvidado los días en bucle, las lágrimas, las pilas de libros, los brindis al sol, los fantasmas, los hallazgos; a los que se apartaron de mi camino y a los que eché de un codazo; las filas de huellas hasta el horizonte, las horas andando, un pie detrás del otro hasta llegar a ningún lado.

 

He olvidado los claroscuros, cuando viví sumergido en brea, cuando toqué el sol como Ícaro; las cicatrices, los arañazos, las medallas, los hartazgos; al tipo que cogía polvo en un rincón, asomado en sí mismo, abismado. Al que nunca se detenía por miedo a toparse con su pasado.

 

He olvidado que fui feliz, que tenía un propósito sagrado; las baldosas amarillas, los espejos, los diarios; los paisajes tan hermosos, las vacaciones de verano; las miradas de ella, los ojos —marrones, verdes y dorados— que a mi alma se asomaron.

 

He olvidado.

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