Había heredado la misión y el prestigio que representaba llevarlos, de su antecesor. Su padre. Durante largo tiempo había conducido y protegido a muchos jóvenes que buscaban la gloria que les esperaba de lograr salir airosos en las duras pruebas a las que se veían sometidos al arriesgarse a pasar por los senderos que conducían a enfrentarse a los Grandes Misterios y resolverlos.

Desde muy joven supo que su destino estaba ligado inexorablemente al curso de las estrellas. Con mucha devoción asistía a su padre en la silenciosa y paciente observación que, noche a noche, llevaban para determinar con exactitud de cálculo matemático preciso, la ubicación de las constelaciones que con pasos parsimoniosos recorrían el abanico celestial, extendido hasta el infinito.

Esto no lo sabía el vulgo, pero los sacerdotes de los recintos internos y misteriosos de los templos dedicados a ofrendar a las deidades adoradas por la poderosa nación eran los vasos comunicantes en el destino de los hombres sobre la tierra.

 

Un destino corto, duro y sacrificado, en función de servir al señor del Imperio. Con seguridad, lo deducían en el trazado dibujado por los astros en el plano espacial, cuando se alineaban formando figuras geométricas con sus perfiles peculiares. En la noche central de la ceremonia anual más importante, meticulosamente preparada de acuerdo al trazado dejado por los astros, salía con su traje imponente, decorado de manera exquisita con encajes y símbolos alegóricos a todo lo que estaba por suceder en las milenarias cámaras y sus pasajes de entrada al inframundo de los vicios y bajas pasiones.

Muchos peregrinos llegados desde lejanas tierras se acercaban con la esperanza de ser admitidos, para encarar las pruebas que servirían de testimonio a la demostración de arrojo que mostraban, buscando respuesta a las interrogantes que desde siempre se habían formado en sus mentes privilegiadas sobre el principio de todas las cosas. La expectativa que mostraba era genuina, cuando los candidatos seleccionados eran conducidos, hasta el interior de los templos a través de lúgubres pasadizos, para después apaciguarse al verlos regresar en el ascenso, saliendo con bien del viaje realizado.

El recibimiento era de júbilo espontáneo al salir victoriosos, pero también de una tristeza sentida y arrastrada, cuando la espera en la puerta de salida, se hacía interminable y no llegaban a aparecer nunca más

Esa noche era especial. Iba enfundado en su vistoso traje de ceremonia, en su papel de máximo hierofante de los rituales ancestrales. Sin embargo, esta vez no lograba controlar el temblor francamente ya perceptible de sus manos.

Tal vez se debía que el temerario a quien esa noche iba a conducir, para dar inicio a las pruebas de admisión,

Era su bienamado hijo. Nebmemontue.

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