Entraron ladrones a mi campo,
saquearon la casa donde vivo,
destruyeron la cosecha,
robaron los frutos de años,
cuartearon el ganado
y huyeron.

Me arrojé al suelo de rodillas,
suplicándoles,
pero no se conmovieron,
rogué, les advertí, los maldije,
mas rieron a carcajadas.

Una lluvia ácida mojó las balas
con que tenían pensado liquidarme.
Y huyeron, cobardemente huyeron.

Mientras escapaban como ratas,
escarbé la tierra blanda por el llanto,
con uñas y dientes excavé y cavé
el pozo de mi tumba,
hasta hallar una veta de agua cristalina.

Bebí de ella y dormí en paz,
bajo el cielo donde habita
el misterioso dios de los justos.

Dos años después,
el planeta entero se secaba,
los ríos estaban contaminados,
el mundo era un sitio pestilífero
y oprobioso.

De mi fontana, no obstante,
seguía manando agua bendita.

Presiento a los miserables
que están rodeando mi finca.
De rodillas imploran un poco de agua,
castigan, amenazan
y fundan nuevas criptas.

Preguntarás, por qué no se rebelan y me atacan.
Simple.
Yo administro la canilla de la fuente invisible.

No imaginan siquiera donde está guardada.

Todas las noches les sirvo
tres gotas a cada uno,
mido sus sucias pupilas suficientes
y guardo silencio.

Tres gotas son bastantes
para que no mueran de sed,
demasiado rápido,
sin padecer
ni comprender
la Gloria disonante del Creador.

Lucía Angélica 

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