Tengo tiempo ahora, mucho tiempo, huelga decirlo, pero sin desearlo. Tengo tiempo de anotar, de acotar, de escribir. Para decir lo que no he dicho; que no es más que un decir latente, intacto, sereno y unas ganas veladas por que se lea.

Caprichoso, ¿no? Es un tiempo de soltar amarras de un bote envejecido, descolorido, falto de pintura en su quilla, y su nombre ya borrado, apenas legible, a merced de la intemperie, al vaivén de unas olas indiferentes y de un viento indolente que no cesa.

Un bote que se acostumbró a ver a lo lejos un horizonte que no cambia, con su crepúsculo precariamente sostenido a un sol que se pierde, se hunde, se sumerge, para dejar paso a una noche oscura, negrísima, con un cielo estrellado , apretujado de lucecitas titilantes, moribundas, tal vez. Para luego esperar en una rutina cansona, un amanecer resplandeciente, por generosidad de un sol recién levantado que sigue y sigue despidiendo destellos, resplandor, haces de luz arropadora, abrigadora, ahuyentadora de este hastío quejumbroso y obstinado que se confinó en mi pecho.

No soy más que lo que soy, sin saber si seré lo que un día fui.

Un bote envejecido, cuya cubierta se secó al sol, como iguanas y lagartijas sobre el tejado, crujiendo su madera, rechinando retorciéndose de pereza, bostezando ganas para perderlas en cada bostezo que se va al aire. Un bote envejecido, con tantas historias como las que contaba el pirata retirado en una isla xerófila caribeña, con su pata de palo más entera que la mía, la madera, quiero decir, contando doblones de oro, apilándolos para volverlos a contar, una y otra vez, sin poder gastarlos en alguna taberna bulliciosa, maloliente y rancia, con toneles llenos de pólvora, arrinconados, abrigados por telarañas, acaso con ratones macilentos, raquíticos y dientes delanteros partidos de tanto roer madera como la mía.

Un bote envejecido que salió a la luz de la luna a navegar entre tinieblas flotantes, arropando todo el contorno silente de pájaros marinos, graznidos lejanos de gaviotas madrugadoras que salen acompañando al faro centinela con su luz mortecina que insiste en guiar a un bote envejecido por donde voy, ¿a dónde voy?, a dónde iba, hacia un mar de tritones, de medusas de mantos traslúcidos, de sirenas y criaturas marinas. Pero nadie me cree.

He quedado para fotos de turistas en trajes de baños, igual que castillos vigilantes abandonados, con sus cañones inertes que se olvidaron de disparar. Bote envejecido, mástil de pájaros vigías, gaviero de ojos penetrantes ya cansados de observar ese horizonte que no cambia, mirador de aguas agitadas en noches de tormentas de vientos ululantes y ayes de dolor, naufragio de épocas mejores, ecos delirantes de navegantes de rumbos perdidos en olas inquietas y espumas revoltosas que nos llevan  a la deriva  y cuando creí ver una isla, era un vetusto caparazón asomado a ras de superficie de una tortuga viajera de años suficientes envuelto entre algas coralinas, sargazos de hojas alargadas como correa de vela de palo mayor donde se aferra el navegante destinado a perecer hundido con su barco, hundido en las profundidades de gargantas marinas, ojos de serpientes gigantescas que apenas son visibles en mares calmados y noches de luna abierta, iluminadora de siluetas exánimes, antecesores de botes envejecidos, de madera golpeada por olas enfurecidas con la fuerza de gigantes con tridentes que emergen chorreando goterones de agua como cascadas que vienen del cielo y de pronto envuelto en torbellino, remolino de aguas turbulentas, embudos de fuerzas centrípetas, amenazantes de engullir el bote envejecido con su madera tronando ante ese látigo castigador que choca y golpea este bote envejecido.

Viento helado y cortante.

Y de pronto, la calma, marea baja que nos entierra en la arena, encallado y me quedé aquí, sirviendo de refugio a peces de la orilla, entre rocas perennemente humedecidas, esculpidas en mil formas distintas, ora estatuas al sol, ora puentes elevadizos con su abertura de entrañas carcomidas, relamidas por las lenguas saladas de olas obstinadas que llegan y se van.

Ah, bote envejecido que se hunde en la arena, soportando la hincada de un ancla roída por el salitre, enmohecida de viento silbante, que se hunde entre piedrillas minúsculas que se arrastran de acá para allá y de allá para acá. Pero que no termina de irse y se mueve, recordando tiempos mejores cuando no era aún un bote envejecido y su madera brillaba al sol, y su nombre recién pintado sobre una superficie pulimentada, decorada con letras de arabescos y olores a picadura de tabaco bueno del marino gaviero que fumaba su pipa y terminaba haciendo volutas de humo, elevándola como rosquillas hasta lo más alto del mástil.

Pero no era un bote envejecido entonces y todos me veían y todos me admiraban.  Ahora soy madera sombría de un bote envejecido, mojándose y secándose a caprichos de un mar que no deja de quejarse y un sol que estira sus rayos como tentáculos de pulpos mitológicos. Contienda entre leones rugientes sobre las rocas salpicadas de guano de pájaros marinos.

 

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