Cuando nos narran la historia de la creación del mundo, cualquiera de ellas, se dice que Dios (o dios) vino a poner orden en el caos al fundar el mundo. No comprendo el criterio de “orden” y de “caos” de los mitógrafos pero mejor sigamos de largo antes de empezar a debatir semántica, lo que nos obligaría a gastar los diccionarios a mano buscando etimologías. Ya comentamos al hablar mal de Moisés que a él se le atribuyen dos relatos de la creación del mundo, dos de la creación de la raza humana, dos del diluvio. No sé explicar esta duplicidad y duplicación sino aceptando lo que dicen los académicos e investigadores: es posible que el Pentateuco sea en realidad una antología o colección de relatos que circulaban por las tribus semíticas y después fueron recogidos en distintas relaciones. Cuando se recopilaron los textos quedaban dos opciones: eliminar una o publicar ambas. Si decidían eliminar una, ¿cuál de ellas? Ante la duda, los pundonorosos levitas y  rabinos optaron por publicar ambas para legar al futuro la elección. Algo similar hace conmigo mi editora Vidalia Sánchez, y eso que ya pasaron más de dos mil años; pero evidentemente nada dura tanto como las costumbres editoriales.

Prosigamos. Ya hemos asociado (a fuerza de vincularlos) creación y orden. Pero de repente leemos el Libro de Job donde Satanás y Yahveh apuestan como si estuviesen en el bingo y no en un libro edificante.

Si hay algo que se opone a la idea de orden es la idea de azar y para nuestra perplejidad en el cielo ordenado también cuenta el azar. Aquí mi mente obtusa tropieza con una objeción: el azar necesita de nuestra ignorancia del futuro para funcionar. De nada valdría hacer una apuesta si por algún método o triquiñuela yo pudiese advertir lo que sucederá mañana o pasado. Una sola persona capaz de “presciencia” (que es el atributo de Dios capaz de conocer todo; desde el remoto pasado al invisible futuro) serviría para invalidar la lotería, las tómbolas, quinielas y cualquier forma de apuestas o juegos aliados al azar ya que necesito un futuro imperfecto para organizar cualquier sorteo.

Básicamente, la relación entre Yahveh y Satanás se reduce a una apuesta según el Libro de Job: la eterna debilidad de la criatura humana frente a la pertinaz tentación del deseo. Satanás cree (él también tiene su fe) que el fervor religioso de Job se debe a la abundante provisión de bienes que Dios le otorgó. Si Cristo es Dios como afirman los trinitaristas, la apuesta vuelve a repetirse en el desierto (Lucas, capítulo 4) ¿A quién ofrece el poder temporal sobre la Tierra don Satanás? ¿A un hombre, abusando de su codicia desmesurada? ¿A Dios, que ya lo tiene? ¿Ignora que Cristo es Dios?

No obstante nuestras prevenciones, Dios y Satanás apuestan según el Libro de Job. Si Satanás, que lo conoce, sabe que Dios puede anticipar el futuro, ¿por qué acepta una apuesta en la que lleva obvias desventajas? Para compararlo en términos hípicos estimado lector, amable lectora; esto sería equivalente a un juego en el hipódromo entre usted y yo en el que usted arriesga su dinero en el caballo “Marsala” (el nombre es visiblemente postizo, nunca crié animales de raza) de mi propiedad contra una apuesta mía a otro caballo. Yo conozco mi equino, nació y se crió en mi cabaña, tengo el listado de todas las carreras que ya corrió y sé positivamente que de las 30 no ganó una. En cambio yo me arriesgo a un caballo desconocido y al menos tengo la ventaja de la duda de mi parte. ¿Aceptarían esta jugada?  Pues Dios y Satanás que son más inteligentes que nosotros, están jugando en el Cielo.

 

 

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