Desde tiempos remotos los seres humanos fuimos conscientes de tener un cuerpo físico, (manos, vientre, piernas…) y algo más  que, a pesar de no tener extensión, ni peso, ni forma, permanecía dentro del cuerpo como una presencia continua que nos acompañaba. Poco tardamos en descubrir que éramos esa presencia, que ese misterioso ego era un espejo donde el cuerpo se reconocía como un “alguien” para los demás y un “yo” para sí mismo.

Luego nos sobrevino la sospecha, que todo lo corroe: ¿por qué los animales, que también tienen anatomía, digestión, nacen y mueren, carecen de ese “algo más” o lo tienen incompleto?

Llevó más trabajo sospechar que ese “algo más” tenía vínculos estrechos con el lenguaje que nos permitía expresar libremente toda la gama de pensamientos y sentimientos que parecían nacer en ese yo, para comunicarlos a los demás, por medio del cuerpo, del que esa alma se servía con la misma devoción con que el esclavo trabaja para el amo. La famosa frase de Heidegger “el lenguaje es la casa del ser” no es más que otro de los modos de esta certeza.

La estrategia de los masoretas de convertir en “alma” a la mente se fue instalando lentamente, acuciada por las urgencias materiales del vivir por hombres refugiados en templos, cavernas y ermitas.

En las sinagogas y templos, además, los rabinos y fariseos custodiaban  pergaminos y rollos escritos, con el mismo celo con el que los paganos guardaban a sus ídolos de oro.

Mientras los templos infieles estaban ahítos de mancebos desnudos, toros, cocodrilos, gatas y chacales que se izaban como ídolos en altares que parecían vitrinas de un museo zoológico, los judíos alojaban en sus templos únicamente un arca que contenía libros.

Palabras.

Ideas.

Esta verdadera supremacía del lenguaje espiritualizó a los ariscos hijos del desierto, y sospecho que por esa razón su religión prevaleció a los siglos que desgastaron los paganismos. Otros autores prefieren ver en el monoteísmo ese privilegio. El que sea uno o mil dioses los inquilinos del panteón no deja de ser una cuestión aritmética, en cambio, que en lugar de símbolos materiales se erija como suprema autoridad un libro, cambia las reglas del juego religioso de una vez y para siempre.

No en vano, los dos monoteísmos que brotaron como yemas también tienen sus textos sagrados en el Corán y el Nuevo Testamento que se erigen en autoridades inapelables y referencia obligada, sin haber renunciado a la sagrada Torá de los judíos como antecedente. Todos libros: palabras escritas que conservan el espíritu de las ideas en una forma halagadora, aunque no siempre precisa.

Esta verdadera obsesión por la lectura y escritura los hizo diferentes a los demás: en lugar de dioses materiales, custodiaban la “casa del ser” en forma de papiros, pergaminos y tablillas.

 

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