por Antonio García Rodríguez

Hemos de partir de la premisa, indiscutible, del amparo a los derechos fundamentales de las personas, de la protección de la intimidad y la vulnerabilidad de la infancia. Todos estamos, o debemos de estar de acuerdo, con la protección y la defensa a la sensatez y al cumplimiento del respeto, inherente, con las reglas de convivencia que dicta la Constitución. Es intolerable que un ciudadano, sea cual sea su posición social o política, vea vulnerados el más básicos de sus derechos porque quienes promulgan una igualdad que muchas veces viene a caer en los intereses particulares, sino en la conveniencia económica más abyecta, de populismos inaceptables.
Sería conveniente revisar las hemerotecas para encontrarnos con cientos de declaraciones donde se eleva a consideración divina el reparto de las riquezas, entre los más necesitados, la promulgación de la equidad social y la libertad para la ocupación de espacios por quienes, desheredados por la sociedad, se han visto abocados a la precariedad, cuando no a la pobreza más rotunda. Lo que pasa es que algunos de estos nuevos pobres mantienen los valores que les fueron inculcados, la dignidad de una condición impuesta, pero no delincuentes, y cargan con su cruz de la manera más decorosa posible. Es la pobreza vergonzante, lo que no equivale a vulnerar las leyes y las normas que deben regir para el mejor orden de la sociedad; porque son personas que todavía conservan valores que los distinguen del bandolerismo y la malversación de las ilusiones, que es de lo se nutren algunos para adquirir y conservar privilegios.

 


Nos ha tocado vivir y ser testigos de una época en la que los desmadres económicos, provengan de donde provengan, se han institucionalizado en este país. Muchos se han enriquecido con el dinero que genera la ciudadanía y los fondos que deberían repercutir en la estabilización social, en educación, en formación de profesionales, en la implantación de nuevas tecnologías que proyectaran una industria de vanguardia, un dinero que ha acabado en el bolsillo de unos pocos, bueno, de unos bandidos que han sustraído la ilusión de una sociedad que lucha por salir adelante, ante la especulación y el desvarío económico que nos atenaza. Una vergüenza nacional que nadie parece saber cómo erradicar. Claro que la historia no es nueva, ni nace espontáneamente. Lo de predicar y dar trigo es un sofisma, la argumentación para aferrarse al poder, con la proclamación de la argucia populista, aquello del “beneficiémosno del sudor del vecino”, de criticar las malas aptitudes de los contrarios, pero ignorando los mismos procederes de nuestros amigos: no ver la viga en el ojo propio, porque estos son de los nuestros y los nuestros nunca se equivocan. El viejo cuento que recordaba mi abuelo desde la cama donde llevaba postrado más de cuarenta años —todavía no sabemos el motivo de su largo restablecimiento—, del comunista que defendía los intereses del proletariado de su pueblo, en la década de los treinta, del pasado siglo XX, con tanto afán y entusiasmo, que la ejecutiva provincial del partido lo citó para incluirlo en el bureau directivo. Durante la entrevista con el comisario político que lo sondeaba en su ideología, el hombre solo asentía, con mayor énfasis cada vez, a cuanto le preguntaban sobre el reparto de las tierras, de las riquezas, de la distribución de los beneficios bancarios, de la ocupación de castillos y palacios por el pueblo; todo por la famélica legión, lo que hiciera falta. Todo compartido. Hasta que llegó, de casualidad, el quiz de la cuestión, lo que le hizo dudar cuando hicieron referencia a ceder la bicicleta para uso del partido. El silencio llenó la estancia. El ímpetu del hombre se resquebrajó; la predisposición solidaria se mostró en el rostro. “Hombre, es que bicicleta tengo”.
La compra de una casa por Pablo Iglesias e Irene Montero no debería de haber pasado de una mera anécdota, de una transacción hipotecaria más de los cientos que se realizan cada día. Es lícito que puedan, en esta sociedad que tan poca gracia les hace, tener acceso a la vivienda que desean, adquirir una casa donde construir un futuro común y donde sus hijos puedan disfrutar del bienestar que le provean sus padres. Esta legítimo acceder a un hogar. Es lo que tiene vivir en democracia y libertad; que cada uno haga lo que crea o considere oportuno, siempre que no coarte los derechos ni la libertad de sus vecinos. Si pueden pagar los más de 600.000 euros que tiene de valor el chalé, adelante. Lo malo de esta situación es que se es esclavo de las palabras, y hasta de los hechos. Si esta clase política no es coherente, o mantiene un modo de vida ajeno a lo que dicta su pensamiento, hágase en vosotros lo yo no haré, ahí comienza el problema. Hay que saber mantenerse en los ideales y no recitar mensajes utópicos para posicionarse en las alturas políticas y adquirir beneficios que precisamente critican, modos de vida que aborrecen, sacrificios a otros, pero no a ellos. ¿Era esto lo que pregonaba? ¿Seguirá manteniendo el sofisma de la ocupación de pisos o pegará una larga cambiada ahora que es propietario de una mansión? ¿Era este el propósito del movimiento del 15 de mayo? ¿Podrá la legión de sus seguidores hacerse con una casa de estas dimensiones, con los subsidios y limosnas del Estado, que reciben, o tendrán que seguir malviviendo en sus pisos de cuarenta metros cuadrados?

No. Las palabras no se las lleva el viento, ni los posicionamientos proletarios se pueden racionalizar con una consulta, que a lo mejor lo que busca es, precisamente, la anuencia de sus votantes —no sería lo mejor— para seguir disfrutando de los privilegios que otorga, en este país, la política. Un respaldo que, de conseguirse, si no hay tranfullerías, que diría un muy buen amigo, volvería a posicionarnos en la situación que desde fuera quieren vernos. Hay que dar ejemplo y ser consecuente con lo que se pregona, asumir el compromiso y los esfuerzos que solicitan a las bases y dando ejemplo con su conducta. Porque si no es así, lo mismo su discurso no tiene ninguna veracidad y puede cundir el desánimo y la tristeza en quienes pusieron en sus manos el único bien que poseían: sus ilusiones.

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