Que políticos de guardarropía utilicen a periodistas (o escritores) para que les redactan el discurso de orden, o la arenga buscavotos, es razonable. Para nadie es un secreto que la mayoría de los políticos son unos iletrados de marca mayor y que el libro de cabecera, que han leído con fruición, de seguro sea la gaceta hípica. Incluso se puede tolerar que un holgazán profesor universitario se robe la tesis de algún alumno para escribir un trabajo de ascenso. Pero que un escritor recurra a otro escribidor  para redactar sus libros es como la coronación de ese agitado mundillo de la escritura, sin hablar de esos plagiarios que a como de lugar quieren convertirse en autores.

Se conoce como Negro literario al escritor que por una calderilla (o algunas piastras) realiza trabajos de escritura para otro, quien al final lo firma con su nombre y se lleva todos los méritos.

Eso de negro al parecer se patentó en Francia a raíz del auge del folletín en el siglo 19. El folletín tuvo gran demanda y en ese sentido los editores contrataban a un buen grupo de escritores para producirlos en cantidades industriales. En el ambiente a este tipo de editor se le visualizaba, de forma irónica, como una especie de negrero, ya que sus exigencias eran tiránicas para poder cumplir con los tiempos estipulados de publicación y a la sazón a los escritores, que domesticaban el hambre de esta manera, se les comenzó a denominar como negro.

No obstante el origen se puede rastrear hasta los confines del Egipto antiguo, cuna de una casta social importante denominada como escribas. Era costumbre que familiares de algún estimado difunto encargara la escritura de un libro de los muertos (conjunto de oraciones, y cantos para un viaje menos traumático al otro mundo). Los encargados de escribirlos eran los sacerdotes, pero como no se daban abasto, ya que por lo general se realizaban varias copias del libro, contrataban los servicios de varios escribas que se entregaban a la tarea supervisados por el sacerdote.

Entre los años 30 y 50 los grandes estudios encargados de hacer películas vieron que la literatura era una buena cantera para las historias más variadas. Para convertir libros en guiones de cine ( o alguna buena idea)  contrató a una veintena de escritores con horario para semejante tarea y escritores de la talla William Faulkner, John Steinbeck, James M. Cain, Raymond Chandler y muchos otros fueron encerrados en un oficina obligados a escribir con horario.

El caso más interesante de negrero podría ser el de Alejandro Dumas. Quizá fue uno de los primeros en ver en la escritura una profesión lucrativa. Era un visionario perspicaz al que le gustaba la buena vida.

Cuando irrumpe en la creación literaria el folletín por entregas en revista y periódicos se encuentra en la cúspide del furor. El folletín enmarca la literatura de entretenimiento por excelencia y sus ingredientes básicos son argumentos creíbles con un estilo simple en la que se despliegan el amor, el misterio, la aventura con sus villanos y héroes de rigor, que recurre a la sorpresa y giros imprevisibles mientras se desarrolla la trama para atrapar al lector. En algunas novelas-folletín no falta el humor, el enredo sentimental de los personajes y cierta escabrosidad que flota en la trama como una promesa latente. La radionovela y telenovela son herederas de los mecanismos creativos del folletín, de ese modus operandi para captar el interés del público hasta el final.

Dumas pronto se hizo un nombre en los círculos teatrales y literarios. La demanda de sus escritos no se hizo esperar. Muchos escritores y autores teatrales, a los cuales el éxito los eludía, lo buscaban para conocer los entresijos de su triunfo, la relojería de su estilo, pero Dumas más que alumnos y aduladores requería de ayudantes, escritores sin brillo que se sentaran con disciplina a escribir por una paga, mientras él se prodigaba en cenas, reuniones sociales y tertulias.

Casi sin darse cuenta llegó a tener un buen número de escritores contratados a su disposición,( se especula que el número llegó a 63).

Lo innegable era que Dumas poseía un capacidad especial para perfilar personajes, situaciones de sorpresa e intriga para despertar el interés apremiante en los lectores. Tomaba los escritos crudos de sus contratados y los cocinaba con una sazón de genio indiscutible que gustaba a muchos paladares.

Uno de estos escritores asalariados fue Auguste Maquet, quizá no era un genio, pero sus aportes a obras como Los tres mosqueteros (1844), La reina Margot (1845), El conde de Montecristo (1845) El collar de la reina (1850), le dieron un nuevo impulso a la carrera literaria de Dumas. Ahora era algo más que un folletinista y se le consideraba un escritor en mayúscula.

Al parecer el poeta Gérard de Nerval los presentó. Para Maquet aquel hombre robusto y jovial representaba el ideal de un escritor que ha llegado haciéndose  de un público y con un status de importancia en lo social. Maquet le profesaba cierta admiración al punto tal que le entregó una obra inédita para que Dumas le diera su opinión. Pero Dumas no sólo le dio su opinión, sino que le hizo mejoras sustanciales. Maquet quedó admirado y agradecido. La obra se publicó con los nombres de sus dos autores y tuvo un éxito relativo. Con su segundo libro Maquet hizo lo mismo, se le entregó a Dumas y este volvió a convertirlo en una obra con bastante valor literario. El editor lo leyó y recomendó que valdría mucho más si estaba sólo firmado por Dumas. Maquet consintió y el editor tuvo razón: El libro tuvo una aceptación sorprendente y rotunda. Un poco así comenzó una relación que duraría muchos años.

Una película L´autre Dumas, dirigida por Safy Nebbou, cuenta, mezclando realidad y ficción, la relación de estos escritores que terminó en los tribunales y no precisamente por un acto de justicia o algún otro reconcomio de altruismo, más bien fue por el dinero.

Lo escrito por Christopher Domínguez Michael sobre el tema apunta en buena dirección: “Fue Maquet quien decidió poner fin a la relación y denunciar a Dumas, en 1856. Fue el negro quien metió, interesado en obtener una remuneración justa en relación a los millonarios ingresos de Dumas (ochenta centavos la línea, 5626 líneas por volumen, 20 tomos, 52 000 francos de oro) a la discusión un concepto de originalidad romántica que era ajeno al gran novelista, cuya defensa jurídica y literaria fue, a su vez, cruel e impecable.” Como era lógico en el juicio se determinó que Dumas era el autor de sus libros, pero le impuso un pago a Maquet, pero ya Dumas había dilapidado todo lo obtenido en su ritmo de vida un tanto estrafalaria.

El éxito de Dumas le granjeó una cola extensa de envidiosos y enemigos gratuitos. Un tal Eugene De Mirecourt, publicó un panfleto Casa de Alejandro Dumas y Cía.: Fábrica de novelas, en el que acusaba al escritor de publicar los libros de otros bajo su nombre, aparte de insultarlo: “Escarbe un poco bajo la piel de Dumas y encontrará al salvaje. Come patatas que saca ardiendo de la ceniza del fogón y las devora sin quitarles la piel: ¡un negro! Como necesita 200.000 francos al año, alquila a desertores intelectuales y traductores a salario a quienes va degradando a la condición de negros que trabajan bajo el látigo de un mulato!”. El comentario, racismo aparte, alude a la madre del escritor de origen africano. Este caso también fue a juicio y Dumas lo ganó en buenos términos.

Recurrir a escritores asalariados hoy es algo común, pero todavía existe cierto prurito retorcido para declararlo en público. Muchos escritores famosos (políticos y demás fauna de la farándula mediática) tienen su negro siempre listo en el closet.

En estos días con el Internet en alza se ha dado la modalidad de la escritura colectiva. Alguien comienza una historia y los usuarios pueden continuarla. Quizá Dumas era un adelantado.

Vio la literatura como un negocio, pero también supo que escribir y atender ese mundo fashionable de la fama son actividades contrapuestas. Quizá fue algo más que un negrero que le mató el hambre a tanto escritor de ocasión, quizá era sólo fue un iluminado que coincidió con lo preconizado por Roland Barthes:

“Hoy en día, sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura. Semejante a Bouvard y Pécuchet, eternos copistas, sublimes y cómicos a la vez, cuya profunda ridiculez designa precisamente la verdad de la escritura, el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras, llevar la contraria a unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas; aunque quiera expresarse, al menos debería saber que la «cosa» interior que tiene la intención de traducir no es en sí misma más que un diccionario ya compuesto, en el que las palabras no pueden explicarse sino a través de otras palabras,…”

El destino de Maquet fue ser olvidado, o recordado como otro personaje tan de Alejandro Dumas. La vida literaria tiene siempre su toque indiscutible de locura, por aquello que aprendimos de Breton, la imaginación nunca perdona. A Maquet al final sólo le interesaba el dinero, pero a Dumas, arruinado y con las deudas ladrándole como perros, ya estaba en esa otra orilla donde la literatura coloca todo en perspectiva y tiene la última palabra.

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