La entrada de las lluvias era esperada con esperanza y con fe, por casi toda la población de aquel lugar. Pero había  alguien que nunca se  sentía a gusto con eso. Fue entonces, cuando el firmamento se presentó cuajado de gruesas nubes negras, y sintió una gota de agua o tal vez dos, sobre su rostro curtido y cansado; haciéndolo alzar la mirada hasta el cielo. Molesto y refunfuñando, se levantó de la mecedora para irse a guarecer en la casa. Pero, esta vez, se detuvo un poco, pues, sintió curiosidad de ver lo que pasaba a su alrededor. Vio que los pájaros se lanzaban en piruetas, dando alegres giros que acompañaban su trinar. Vio que los árboles parecían entreabrir más y más, sus enjutas y mal vestidas ramas; aletargadas después de mucho tiempo de espera. Sintió que, desde el suelo, por entre las pocas, poquísimas hierbas amarillentas y resecas que quedaban en pie, se percibía un brote de olor penetrante, característico, familiar, que se quedó flotando en el aire, como diciendo: “Heme aquí, he despertado de mi sueño subterráneo y oscuro para anunciar las buenas nuevas”. Era el olor a tierra mojada que a todos nos alegra. Así que, sin llegar a su casa, aspiró el aire humedecido del ambiente, hasta contagiarse de la alegría reinante que lo llevó a expresar: seguimos viviendo.

Volvió a su mecedora y de cara al cielo, dejó que las gotas de agua resbalaran por su rostro; esta vez contento. Avergonzado de su proceder, se integró a la fiesta que siempre ha significado en el ambiente, la entrada de las lluvias.

Victor Celestino Rodríguez 

No Hay Más Artículos