Sin duda el Islam fue el primero en recopilar lo que se sabía acerca de los sueños y esto permitió que, por ejemplo, el teólogo Abdalgani an-Nabulusi hacia fines del siglo XVII nos dijera que los sueños agradables vienen de Alá; las advertencias son de origen diabólico y los sueños de acontecimientos personales sin mayor importancia provienen de nuestra propia fantasía. Páginas más adelante del voluminoso tomo que tituló; “Ta´tir al-anam” nos advierte que hay dos tipos de sueños: los verdaderos que nos envía la divinidad y los falsos que se originan en nuestros deseos desordenados: los sueños sexuales que necesitan ser exorcizados, aquellos en los que recibimos amenazas (son diabólicos, tretas de Satán, y por tanto, carecen de importancia), los que ocasionan hechiceros que nos detestan y por eso agobian nuestro descanso, y por último, los sueños en los que nos vemos desde el pasado, como si fuésemos más jóvenes.

Cuando ya creímos estar abrumados tratando de separar la mies de la hez entre las innumerables secuencias que hemos soñado alguna vez, el teólogo nos advierte que también los sueños verdaderos se clasifican.

¿Cómo distinguir un sueño verdadero de uno falso?, me preguntarán en esta instancia.

El teólogo, que nos guía en ese brumoso mundo hecho de nada, nos aclara que si en el sueño hay paz, tranquilidad, buenas comidas y ropa magnífica, el sueño es verdadero. Traducido;  un ambiente sereno con gente vestida a la alta costura, canapés y un buen merlot, no puede sino ser verdadero. Todas las pesadillas, como ya presentíamos, son obstinadamente falsas. Los sueños verdaderos, continúa, prosigo, son clarividencias divinas cuando uno advierte sin sombra de dudas que ha soñado esto y aquello, porque en tal caso Dios (nos explica) ha enviado al ángel de los sueños llamado Sadiqun hasta nuestra cama para llevarnos el mensaje.

En un segundo orden, están los sueños buenos con noticias agradables, que vienen de Dios, como así también las noticias funestas que nos envía como advertencia.

Aquí necesito detenerme.

Si Dios me envía noticias funestas (que me quedaré calvo, que me cerrarán la cuenta bancaria por saldo negativo, que el editor se negará a publicar este libro) yo no tendré los elementos necesarios para discriminar entre esta advertencia aciaga que me envía Dios, de un sueño falso que me produce malestar. Busco y revuelvo en mi memoria saqueada por el tumor que me afecta, y no consigo hallar la fórmula que sirva para diferenciar la amonestación divina de un sueño falso. ¿Ustedes la encontraron, lectores y lectoras?

ALEJANDRO BOVINO MACIEL

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