El futuro, tanto en la literatura como en el cine por lo general es agobiante y opresor, nunca halagüeño ni optimista y quizá por esa razón resulta un referente de ese lado pesimista y agorero del que huimos a diario en la vida.

El futuro es como ese bosque desconocido al que se desea recorrer para develar sus misterios. Adivinos, profetas y demás magos de medio pelo dicen haberlo visto en sueños o la han vislumbrado en visiones pavorosas. La ciencia ficción, a su manera, también intenta describirlo, busca comprender su estética no siempre rosa, pero si altamente seductora. Una amiga poeta, aficionada al tarot, en una lectura de cartas, en una gran piedra a orillas del río Vigirima, pudo entrever mi futuro. Me dijo que me mudaría a un sitio en la cual había mucha agua. Que allí encontraría al amor de vida, luego de varias relaciones accidentadas. Que tendría algunos hijos que no eran míos y otras predicciones que no recuerdo.

Desestimé las noticias del tarot con respecto a mi futuro debido a que detesto la playa y no me veía viviendo en Puerto Cabello o en la Isla de Margarita. Pasaron muchos años de aquella lectura y si la rememoro en este texto es debido a que me mude a Ciudad Guayana, flanqueada por los ríos Caroní y Orinoco, con dos parques fluviales como la Llovizna y el Parque Cachamay. Ah sí y he tenido algunas relaciones desiguales y mi compañera cuando la conocí tenía tres hijas, dos niñas pequeñas y una de 12 años. Las otras profecías del tarot las he olvidados, pero estoy seguro que se siguen tejiendo de manera invisible en mi vida.

El futuro es siempre un azar, pero la ciencia ficción de la literatura y el cine no tienen intención de ser una especie de tarot y más bien buscan desentrañar cómo los avances científicos inciden en la sociedad. No siempre aciertan, pero exploran las posibilidades de lo humano sobre cualquier ambiente por más hostil que este sea.

Tres películas de ciencia ficción, que de alguna manera resultaron decisivas en mi educación sentimental, podrían ser Metrópolis (Aunque la primera vez que la vi en un cineclub me dormí a pierna suelta), 2001, Odisea especial y la infaltable película de Ridley Scott, Blade Runner (1982), basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de un escritor con el cerebro bastante moldeado por los excesos con las anfetaminas como lo fue Philp K. Dick (la k esconde el nombre Kindred).

Imagen de Wikipedia

Desde que emprendió camino hacia la calle, abandonando el seno familiar destruido por el divorcio, se fijó como meta ser un escritor de primer orden. Quería estar a la altura de los clásicos: Honoré de Balzac, Émile Zola, Thomas Man. Su aspiración era alta, pero sus recursos estilísticos eran más bien bajos. De todos modos, se entregó a la tarea de escribir novelas realistas.

 

No tardó en completar algunas con ese tufo inconfundible de la realidad donde los personajes viven espoleados por sus instintos y los requerimientos sociales. Eran historias crudas que se orillaban más a la realidad absurda de Kafka que a Balzac. Aunque eran novelas escritas con oficio fueron rechazadas por varios editores. Con siete novelas engavetadas la vida tenía el color negro de sus novelas realistas. El hambre apremia y a instancias de un amigo escribe un cuento de ciencia ficción por el que recibe alguna calderilla para salir del paso.

El cuento le salió con mucha facilidad y se percata que esas historias cortas se le deslizan como agua por entre los dedos mientras estos teclean inspirados en la máquina de escribir. Rodrigo Fresan en un texto sobre el escritor acota: “El primer cuento publicado por P.K.D. se titula Roog! y tiene como protagonista a un perro tal vez porque por esos días P.K.D., muerto de hambre, sólo tiene dinero para comer comida para perro. P.K.D. empieza a escribir y publicar cuentos con velocidad anfetamínica. Le salen rápido y fácil y comienzan a ser comentados por el gremio y por los lectores. Son cuentos raros con robots que no saben que son robots, con naves espaciales que siempre se rompen en el momento menos indicado, con realidades alternativas, con sufridos protagonistas a los que todo les va bien hasta que descubren que todo está mal”.

De esta manera la novelística realista perdió a uno de sus peculiares escritores. Ya en el bando de la ciencia ficción siguió pasando estrecheces, pero estaba en su elemento y aportaría al género su visión particular de la realidad siempre cambiante, siempre como un espejismo recurrente que detras esconde una realidad poco agradable donde lo bituminoso y opresivo manda.

No fue en el campo de la ciencia ficción el más prolífico, apenas 36 novelas, pero fue un verdadero innovador. Para sus otros colegas, por envidia y alguna otra bajeza tan humana, era sólo un drogadicto paranoico y que en público se comportaba como un demente balbuceante deslizándose por ese tobogán de irrealidad que le fabricaban las drogas.

No obstante, dos hechos, quizá producto de la vida un tanto desencuadernada que llevaba con algunos divorcios y mucha droga para estar de ese otro lado del espejo, le permitieron no ser otro escritorzuelo más de ciencia ficción. Íñigo López Palacios escribe: “Una noche, Philip K. Dick enfiló el pasillo de su casa para ir al baño. Cuando llegó, en completa oscuridad, se puso a buscar el cordón que accionaba la lámpara. No pudo encontrarlo. Era absurdo, siempre había estado allí, a la izquierda. De repente se dio cuenta de que nunca había habido un cordón. Había, siempre había habido, un interruptor”. Este hecho se concatenó con la extraña visita de una muchacha de pelo negro intenso que toca a la puerta. Philip K. Dick acababa de llegar del destinta y con la boca lastimada apenas le sonríe a la chica. Como buen novelista observa que de su cuello esbelto cuelga una cadena con un dije que semeja un pez, el símbolo utilizado por los primeros cristianos para comunicarse en secreto. El escritor está atento a lo que la muchacha le dice: Toda la realidad es falsa. La rebelión ya comenzó.

Murió en el año 1982, a causa de un ataque cardíaco. No tenía ni un centavo y para la crítica (Sólo un contado número de adeptos y amigos apreciaban sus novelas y cuentos) era un escritor inexistente. Sus novelas o relatos nunca son fáciles, pero tiene muchos seguidores subrepticios que jamás le dan crédito alguno. El cine de anticipación tiene en él una cantera inagotable. En sus últimos años de vida siempre tuvo un pie en el estribo de la locura. Se creía una nueva encarnación de San Pablo.

Philip K. Dick no fue el usual escritor de ciencia-ficción. Nunca se movió en los parámetros de la normalidad y para él, el espacio exterior, la tecnología y demás tinglados especulativos de la ciencia eran sólo un detonante para explicar ese universo más complejo como es la mente del hombre, ese mundo interior donde el bien y el mal se entrelazan para convertir el mundo en un basurero o en un paraíso. Como escritor estuvo más interesado en la novedad que la escritura sin etiquetas puede develar o como él mismo escribió: “La ciencia ficción es creativa e inspira creatividad, lo que no sucede, por lo común, en la narrativa general. Los que leemos ciencia ficción (ahora hablo como lector, no como escritor) lo hacemos porque nos gusta experimentar esta reacción en cadena de ideas que provoca en nuestras mentes algo que leemos, algo que comporta una nueva idea; por tanto, la mejor ciencia ficción tiende en último extremo a convertirse en una colaboración entre autor y lector en la que ambos crean… y disfrutan haciéndolo: el placer es el esencial y definitivo ingrediente de la ciencia ficción,

“El placer de descubrir la novedad”

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