Puerto y puerta además de ser parónimos son términos casi equivalentes que sólo difieren en la última vocal. Porque el puerto no es más que la puerta de una ciudad ribereña, tanto marítima como Cádiz, o fluvial como Corrientes o Asunción.
Buenos Aires debe su histórica fama al hecho de ser una puerta doble que abre al río y al mar al mismo tiempo.
Tampoco deberíamos olvidar que muchas ciudades, como esta misma de Corrientes, fue fundada como puerto aunque después la red vial nos haya hecho olvidar ese pasado oxidando las plumas de las grúas en nuestro maravilloso puerto. Pero aquel barco con dueñas y grumetes fletado en Asunción en 1588 bogó sin descanso hasta recalar en el emplazamiento frente a las siete puntas de Corrientes que le daban grandes ventajas portuarias y dársenas naturales.
¿Y qué es un puerto, entonces? Un puerto queridas damas, pacientes caballeros, no es más que un sitio de intercambio, de entradas y salidas, de comercio, de negociaciones donde los nativos conversan con los forasteros sin un protocolo burocrático ni palaciego.
¿Y de qué hablarán esos nativos y esos viajeros?
De sus intereses: el puerto es el sitio exacto donde los intereses materiales que tanto aborrecemos los intelectuales se presentan desnudos, desprovistos de ideologías;
allá un señor bigotudo se empeña en vender mercaderías, acá una comerciante bisoña se entrena en el regateo, pide más y ofrece menos. A nadie se le ocurriría mezclar en estas transacciones ideas acerca de la inmortalidad del alma, la situación del ser-en-el-mundo o los distintos enfoques de la teoría de la plusvalía. No. En el puerto se compra y se vende y todo tema ajeno a este fino equilibrio económico, cae en franca herejía.
El puerto, la puerta de la polis, es el dominio de lo pragmático, del comercio, del trueque, de las divisas y así la realidad concreta va creando la abstracción de los números, el álgebra, las matemáticas, los sistemas filosóficos, políticos y religiosos: de la zona cananea se originaron las maravillas del mundo antiguo; se inventaron los dioses que hasta la fecha adoramos, el conteo que nos auxilia en las estadísticas, el relacionamiento social, el uso de la propiedad, la sociedad.
¿Cómo se produjo todo este milagro en un mercado de ventas?
En un puerto de Fenicia llamado Tiros, buscando registrar las cantidades se inventó el 0 (cero) y el sistema decimal.
En otro puerto de Ugarit se creó el primer alfabeto que permitió la escritura y con la escritura se inventó la Historia que ya no dejaba librado a la frágil memoria de los hombres todo el pasado de la civilización. Creo que vamos viendo claramente cómo, a partir de una necesidad material, surge una abstracción que lleva al camino del pensamiento, y una vez echado a rodar, el pensamiento jamás se detiene. No encuentra límites, la imaginación siempre se le adelanta con nuevas tierras prometidas.
¿Por qué los correntinos dimos la espalda al puerto arrinconándolo detrás de los barrotes de ese enorme paredón que encierra la Costanera desde el Puerto hasta el Parque Mitre? Yo ignoro las intenciones de quienes planificaron esa obra pública, tal vez invocando cierto funcionalismo arquitectónico se haya querido alejar esa nítida imagen del trabajo que imprime un puerto donde todo es actividad, movimiento, desplazamiento, cambio permanente, dinámica.
También abandonamos los viajes fluviales que, aunque son más lentos, eran mucho más seguros que las catastróficas rutas argentinas: también esto es una señal de nuestros tiempos donde todo es apresuramiento, urgencia e inmediatez.
Vivimos el tiempo como nos lo impone la TV donde cada segundo que se pierde es dinero de la publicidad que no entra
y la sucesión de imágenes que valen por mil palabras debe reemplazar a las palabras que nos permiten ser racionales y pensar.
Para detenernos un momento está allí nuestro puerto. Ya no está tan activo como en el pasado. Las rutas de asfalto suplieron a las vías navegables y por esa razón las rutas argentinas están atiborradas de tránsito pesado junto al tránsito automotor con el peligro que eso supone. Mansamente, el río que cruza con indolencia lame las piedras. Apenas un susurro de aguas nos avisa su rumbo. Pero está la imagen del puerto que nos recuerda que somos hijos de un río, y del barro y de una ciudad que está despierta aunque parezca dormitar hace más de cuatro siglos.

 

 

 

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