El siglo que vivimos se inició con la masificación del uso de Internet, que supuso una revolución similar a la que en 1449 produjo la invención de la imprenta en el taller del orfebre alemán Gutemberg, de Maguncia. Hasta ese entonces, cada libro debía ser copiado a mano, uno por uno. Con la nueva imprenta de tipos móviles, en un día se podían imprimir 100 libros o folletos, y esto supuso un aceleramiento en la comunicación de ideas, porque cada nuevo pensamiento se podía imprimir y dar a conocer al día siguiente, y viajar cientos de kilómetros para alcanzar otras lecturas. Se fue creando una red que funcionaba a partir de los centros de estudios, como las universidades. De este modo un nuevo descubrimiento científico o social, por ejemplo, inmediatamente se distribuía desde el sitio original a los principales centros y ciudades, comunicándose en forma casi simultánea. La imprenta empujó a Europa a la Modernidad, junto con los descubrimientos geográficos de Colón y Vasco de Gama. El mundo occidental se hizo mucho más amplio que la sola cuenca del Mediterráneo adonde estaba encerrado.

El escritor Timothy Garton Ash en “Libertad de palabra” (edit. Tusquets, 2017) postula que la irrupción de Internet junto con la computación en nuestras vidas supuso el equivalente a la obra de 100 Gutembergs. Aunque creada durante la Guerra Fría, la red se mantuvo funcionando en silencio y para usos militares. La palabra internet entra en el Diccionario Oxford recién en 1974. La invención de la www o “red de redes” con extensión mundial por parte de Tim Berners-Lee es de 1989 coincidente con la simbólica caída del Muro de Berlín. A fines de los ’90 la red se fue ampliando, inicialmente para uso oficial pero poco a poco rompió también esa barrera y se extendió a todo aquel que quisiera usarla. Pero es a partir de 2004, cuando se crea Facebook, cuando el modelo de red social se instala, la www salta a los nuevos teléfonos móviles y desde ahí ya se apodera de nuestras vidas: correo electrónico, canales de TV, radios, mensajes de texto, redes sociales, aplicaciones que gestionan los servicios que antes necesitaban de oficinas, empleados malhumorados, colas. Todo se vuelve electrónico. Nacen Google y YouTube, con Twitter donde escriben hasta los presidentes mensajes que después reproducen los noticiosos de la TV. Un twitt de la Casa Blanca puede hacer tambalear la Bolsa, que es tan histérica, y la economía de países enteros. Los ciudadanos escandinavos van camino a eliminar el dinero físico, se borrará la moneda y todo se hará vía internet.

Mucha gente dice que los adolescentes se han vuelto adictos a los celulares. No. En todo caso, se hicieron adictos a Internet,

que es lo que les permite estar interconectados en grupos, aún estando a distancia unos de otros. Internet cambió todo en las comunicaciones y en las relaciones sociales, que habían permanecido más o menos estables durante siglos. Por ejemplo, asiáticos y latinos que migraron a otros continentes en busca de mejores trabajos, se mantienen en contacto a diario a través de WhatsApp con familiares y amigos. Las distancias se hicieron relativas. La Aldea Global se hizo real no por la economía articulada como un todo, como pensaban los estadistas del siglo pasado, sino por obra de Internet.

Toda esta euforia por la tecnología se eclipsó para el género humano por obra de un virus. En la obra teatral que escribí en 2008, “El oro de Famatina”, le hice decir a Bernardino Rivadavia

“La vida es un bien permanentemente amenazado por el mal”

y esta pandemia lo hizo más real.

Nunca antes la humanidad estuvo tan frágil en su integridad. Ya conocimos epidemias: la de fiebre amarilla de 1870 cambió la urbanización de Buenos Aires por completo. Las de la peste negra diezmó la población de Europa en el siglo XIV. Pero nunca se vio al otro como amenaza real. Sabíamos que combatíamos con una enfermedad como enemiga, pero este virus, con su enorme potencial de contagio solo comparable al Ébola, consiguió que nos viésemos mutuamente con sospecha. Las subjetividades cambiaron o van a cambiar para mucha gente. Este mundo que la tecnología había reunido, se dispersa. Vemos al otro, a nuestro semejante, con debida distancia. Sabemos que aunque la bondad lo inunde, puede involuntariamente causarnos un mal que es potencialmente mortal. Estamos al resguardo. El distanciamiento, los barbijos, los guantes son las señales de este acecho de la enfermedad viniendo de otro ser humano que el germen usa como puente.

No sabemos si esto será bueno o malo en el futuro, pero el impacto sobre las subjetividades ya es tangible.

El ser humano es, como decía Aristóteles, un “animal social”.

Esto pertenece a nuestros instintos más primitivos. Todo en la vida necesitamos hacerlo en comunidad. Por esa razón este distanciamiento voluntario nos cuesta tanto, porque va contra nuestros instintos más profundos. Algo, algún “clik” habrá resonado dentro de cada cual. Por eso tengo la convicción de que algunas cosas cambiarán para siempre. Como si fuese una fuerza de igual magnitud que Internet, pero obrando en sentido contrario, el virus consiguió paralizar a la humanidad a pesar de los pataleos del señor Trump.

Nadie sabe a ciencia cierta cómo sigue esta novela. Pero sí es casi seguro que dejará huellas en la percepción que cada cual tiene del Otro, y en el modo de relacionarnos más adelante. Jamás olvidaremos que un organismo tan pequeño que ni siquiera se ve a simple vista, desoló ciudades enteras llenándolas de muertos.

Jamás olvidaremos que a pesar de los avances tecnológicos, la vida es un bien permanentemente acechado por el mal.

 

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