A ciertos bienaventurados, -sospecha la Iglesia, transcriben con pudicia los diáconos, confirman las abadesas-, Dios decidió dejarlos en cuerpo perdurable como demostración de Su poder. En el argot clerical se los llama “los incorruptibles” y se trata de santos y santas que resistieron la descomposición natural de la carne después de muertos sin el artificio de la momificación.

¿Por qué las momias inspiran tanta inquietud?

¿No es un desafío a la muerte esta obstinada determinación de huesos, músculos, nervios, arterias, vísceras y piel de permanecer en su sitio manteniendo sus mismas relaciones después que el alma prófuga decidiera abandonarlos?

¿Cómo es posible que la materia inerte se resista a seguir las leyes que dictara la naturaleza ordenándole separarse en compuestos cada vez más simples hasta desaparecer volatilizados?

Conocemos algunos trucos físicos (el áspero clima salado y seco de la Puna) y químicos (el formaldehído, el ácido pícrico, el alcohol y diversas mezclas) que permiten preservar los tejidos coagulando las proteínas y deshidratando las células para rellenarlas después con sustancias más estables que el agua natural.   Perdón nuevamente amada lectora, sugestivo lector, por llevarlos al terreno de la patología forense pero este tránsito por la eternidad no puede sino depararnos visitas algo inquietantes como morgues, atrios y cementerios.

El caso más llamativo a mi juicio es el de la beata Bernardette a quien se le habría aparecido la Inmaculada Concepción en Lourdes para confirmar que el dogma que había terminado de promulgar en la bula “Ineffabilis Deus” el papa Pío IX en 1854, era verdadero.

Como muchas devotas sabrán y muchos lectores no, el dogma de la Inmaculada Concepción de María no afirma que la Virgen haya concebido un hijo por partenogénesis, es decir, sin el concurso de un acto sexual con un varón. Eso ya lo aclaró el evangelista y no necesitaba de un Papa redactándolo para sostenerlo. No. El dogma llamado de la Conceptio inmaculada Mariae sostiene que cuando Ana  ref_4 y Joaquín yacieron en legítimo concúbito (ya que estaban casados como todo el vecindario lo sabía), no incurrieron en concupiscencia ni desdoro, y su yacimiento marital se libró de quedar salpicado por el tizne del pecado original, al que nos hicimos acreedores cuando los inicuos padres de la raza humana, don Adán y doña Eva mordieron cierta fruta prohibida de un árbol tóxico  para el alma. La mancilla, la ignominia y el vilipendio que siguieron a esta desobediencia se suponen la raíz de todo mal, porque la ciencia, según parece, crea conciencia y ésta enseguida se vuelve pugnaz con el Creador, como aquel perro sarnoso que muerde la mano de quien le da de comer.

 

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