En la vasta planicie escarpada de la Cilicia romana, camino a los arrabales de Antioquía donde el desierto de cal y el desierto de arena parecían disputar la soledad,  el retórico pagano Libiano enseñaba la vieja ciencia de oponer argumentos a otros argumentos hasta alcanzar una verdad hecha de palabras y vacío, como el desierto.

Sus callados alumnos estaban destinados al altar o el púlpito: Juan de Antioquía (después llamado “San Juan Crisóstomo” que significa “boca de oro” ya que sólo oro derramaba en su oratoria),  Basilio de Cesarea y Teodoro de Mopsuestia escoliaban los códices bajo las instrucciones del tutor embelesados en las viejas ciencias de la Grecia, hoguera que había carbonizado las vanidades de los sabios, aunque lentamente se extinguía asolada por los cambios del mundo.

Cuando los vientos ardientes se desprendían del odre del cielo, toda Antioquía permanecía desconcertada, en una quietud cansada como de bestia fustigada por los desamparos y el hambre.

Cuando Teodoro de Mopsuestia fue destinado como monje del monasterio de Euprepios, revisó sus apuntes de retórica para hallar argumentos contra la peste arriana que arreciaba como aquellos vientos furiosos desgastando las cimas de la fe.  Razonaba, a la mezquina luz de la alcuza, que en Cristo las dos naturalezas (humana y divina) se mantenían necesariamente separadas ya que la unión sólo es posible entre naturalezas iguales, jamás entre dos opuestas. Admitía que el Cristo tenía debilidades humanas (nos recordaba la oración en el Huerto como prueba) pero que luchaba contra la concupiscencia con gran esfuerzo de voluntad. Cristo, enseñaba, era sujeto de una doble atribución: por un lado el prosopon del Verbo otorgado directamente de la Primera Persona y por el otro el prosopon  del hijo del carpintero de Galilea.

Prosopon” era un término griego que designaba a las máscaras que se colocaban los histriones para asumir un personaje. Desde el momento en que se colocaba la máscara, el actor de carne y hueso quedaba relegado para dar lugar al personaje simbólico que le exigía asumir por el libreto. Cuando el actor Antístenes se colocaba la máscara trágica ponía en escena al rey Agammenón. Todo lo que hiciere, todos los gestos y pensamientos de Antístenes quedaban anulados: desde que se calzaba la máscara, era Agammenón.

Del mismo modo, el carpintero hijo de María estaba en un segundo plano respecto del Verbo de Dios. Aunque la unión entre Verbum assumens (Dios) y hominem assuptum (carpintero judío) es prodigiosa, estrecha y mediada por las voluntades, no obstante, no hay unidad física posible. El prosopon resultante de la unión de las dos naturalezas sigue siendo dual. De ahí que, señalaba, atribuir a la persona física del carpintero los méritos del Dios, es un error.

(De “La eternidad según los herejes”)

 

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