A lo largo y lo ancho de estos escritos ya hicimos referencias al abogado Quinto Septimio Florente Tertuliano de Cartago. Nació hacia el año 160 d. de C., hijo de un centurión del ejército romano destacado en el norte de África quien lo instigó a ocuparse de las leyes ya que, en su experiencia, la fuerza siempre se detenía ante ellas. Tertuliano ofició en el foro de Cartago, conocía a la perfección el derecho romano, y usó esa lógica cuando defendió sus ideas religiosas. Por ello, la frase que reiteró “Creo porque es absurdo” lejos de proclamar un repudio a la razón como le atribuyen, reclama un pensamiento alternativo para la fe, distinto del razonamiento que utilizamos comúnmente para dirimir cuestiones humanas.

Conocemos su vida por medio de Eusebio de Cesarea en su Historia eclesiástica, II, 2-4 y Jerónimo de Estridón en De viris ilustribus, 53. Trabajó como abogado en Roma, se alejó del montanismo que abrazó inicialmente para convertirse al cristianismo alegando que el cristiano “No nace, se hace”. Fue ordenado presbítero en Cartago. Recomendó con ahínco el celibato, llegando a escribir que quien tuviese la suerte (sic) de quedar viudo o viuda no incurriese nuevamente en el matrimonio porque caería en bigamia. Detestaba las nupcias y todo lo que se allegaba, aunque estaba casado.

Para resolver el problema que planteaba la enigmática Segunda Persona de la Trinidad, comenzó enunciando en “Apologética”, cap. XXI que “Dios es espíritu” y por eso llamamos Hijo de Dios a quien es emanación de Dios y porque son la misma sustancia así como el rayo del Sol no es otra cosa que el Sol, y está el Sol en ese rayo tanto como lo está en ese cuerpo que brilla en el cielo, y no son el Sol y el rayo dos sustancias sino una misma, que se extiende. Así, el espíritu nace del espíritu, y Dios nace de Dios. Y también así, lo que nació de Dios es Dios enteramente.

En cuando al tiempo, que es nuestra común obsesión, paciente lectora, benévolo lector, deja un apunte titulado Contra Harmógenes, (cap. III) donde sospecha que esto no siempre fue así, introduciendo al tiempo en medio de la Santísima Trinidad, razonando que la sustancia única de Dios se convirtió primero en Juez a causa del pecado y en Padre a causa del Hijo en un tiempo futuro respecto del Dios original, y también llegó a ser Señor a causa de la creación, todos como hechos posteriores y sucesivos. Porque, agrega, hubo un tiempo en el que no hubo ni Hijo, ni creación ni pecado. En ese antes, Dios era solamente Dios. No había ni mundo, ni Hijo ni Juez.

Se expidió contra el Modalismo de Sabelio que imputaba a Padre, Hijo y Espíritu ser la misma persona triplicada invocando a Juan 10:30 donde, según Juan, Cristo había afirmado “Yo y el Padre somos uno”. El talante jurídico de Tertuliano se llamó a la defensa de la Trinidad, dando vuelta el mismo argumento y la misma cita, no sin antes destacar la torpeza de Sabelio al no percibir que, si alguien dice “Yo y el Padre somos uno” en esa misma frase está negando la unidad que los modalistas querían demostrar con la cita, ya que si fuese una sola persona no sería lícito usar la conjunción “y” ni el plural “somos” porque nadie diría Yo y Yo somos uno, sino Yo y Yo soy uno, además de la incorrección de estar sobrando siempre la conjunción, y un Yo de más.

En De Praescriptione, 7, alega que todas las herejías provienen del miserable (sic) Aristóteles que instruyó a los filósofos con la dialéctica, que es el arte de construir y destruir, de las convicciones cambiantes, de ser artífices de disputas inútiles y sin final. De allí, mostró como ejemplos, “Valentín cosechó la tríada que le enseñó Platón, Marción pensó en el mismo dios inactivo de los estoicos, y los materialistas aprendieron de Epicuro que el alma muere con el cuerpo”. Termina recomendando: ¡Aléjense de la Academia, del Liceo y de la Stoa! Nuestra única escuela como cristianos proviene del pórtico de Salomón, que nos enseñó para siempre que para buscar a Dios basta con un corazón simple como el de los niños.

Estableció un catálogo de pecados a los que clasificó en tres grados: Imperdonables, Graves y Veniales. Los Imperdonables son la idolatría, la blasfemia, el homicidio, el fraude, la fornicación y el adulterio. Alegó como abogado que la idolatría y el adulterio no tienen absolución posible. Recomienda la ceniza, la penitencia pública, el ludibrio, el cilicio y la invocación a los mártires para resarcir el dolor que ocasionamos con ellos. Los graves son aquellos en los que, según dice, todos incurrimos de tanto en tanto, como maldecir, jurar a la ligera, romper un contrato, mentir, insultar o disgustarse sin causa después de la puesta del sol.

Yo ignoro qué relación habrá entre el crepúsculo y los disgustos, pero a mí particularmente me vuelve apacible constatar en el cielo el mismo final que espero para mí.

 

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