Desde tiempos remotos los seres humanos fuimos conscientes de tener un cuerpo físico, (manos, vientre, piernas...) y algo más que, a pesar de no tener extensión, ni peso, ni forma, permanecía dentro del cuerpo como una presencia continua que nos acompañaba. Poco tardamos en descubrir que éramos esa presencia, que ese misterioso ego era un espejo donde el cuerpo se reconocía como un “alguien” para los demás y un “yo” para sí mismo.
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