Pues los muertos deben ser velarlos”, dijo el viejo con amplia sonrisa, enterró su machete en un extremo y se sentó a darse aire con su sombrero ala ancha tejido con junco, enfrente suyo a mitad del camino estaba un ataúd de madera rústico con velas en cada esquina, dentro del ataúd parecía dormir una persona de sexo indefinido, con cara de mujer pero cuerpo de hombre, el viejo no dejaba de sonreír contemplándolo desde la cabecera.

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Noche de vela

El cielo en su totalidad estaba azul y estrellado, era una noche de verano, desde la quebrada que corría al extremo sur del camino soplaba un aire fresco acariciando el emblanquecido cabello del anciano. Serían las diez de la noche, a pesar de la ausencia de la luna, la noche estaba clara y algunas aves nocturnas cantaban en los árboles del espeso bosque.

 

El viejo se había demorado en el pueblo dialogando con algunos vecinos. Habían hablado de todo un poco: Política tradicional haciendo lista de quienes en los pueblos eran cachurecos y quienes eran colorados; recordaron los años de dictadura de su excelentísimo general que algunos habían vivido cuando mediante toques de queda la población debía permanecer en su casa a tempranas horas de la noche.

Fueron años horribles cuando cualquier curtido lo humillaba a uno, te enviaban a la cárcel  por cualquier cosita, a veces por tener una foto del adversario te mandaban a hacer trabajos forzados o te  mataban y nadie daba cuenta de la muerte; había un constante saqueo y explotación al más pobre, expuso el viejo.

Perdóneme, señor, pero mamá cuenta que fueron años de profunda paz, cuando uno podía dormir a pierna suelta, con la puerta de la casa abierta de par en par y nadie se atrevía a robar; diferente a estos Gobiernos colorados de hoy en día”, criticó uno de los más jóvenes.

Tu mamá es una vieja cachureca, mente retorcida, tu abuelo era nuestro escarnio”, defendió el viejo su argumento. “Mejor hablemos de cómo eran los velorios del santo esos años”, propuso otro vecino para sacarlos del pequeño enfrentamiento. Molesto, el hombre defensor de la dictadura se incorporó, sacudió sus nalgas y sin despedirse se marchó a su casa.

Los vecinos siguieron hablando de jergas, de borracheras con cususa, de música con mariachis y maracas, de los bailes y los rezos antiguos en los velatorios del santo. “Fueron tiempos hermosos por esos detalles”, narró el viejo. “Ni así pudiste conseguir una vieja para no estar solo en tu vejez”, encaró uno de los presentes. “Si vivo solo, mi hijo, es porque así lo decidí desde la juventud, mujeres sobraron en mi vida, pero ninguna pudo conquistar mi problemático corazón y en realidad soy feliz en ese caserío camino a la montaña donde vivo”, volvió a defenderse el viejo.

“Y qué hay de cierto en que sos un brujo encarnecido difícil de vencer”, preguntó el mismo vecino. “No, no, no, papa, yo solo aprendí mis asuntos para defenderme y hacer el bien a mis semejantes”, replicó el viejo y empuñando su machete se despidió para evitar tener que seguir respondiendo preguntas incómodas.

Caminó pueblo arriba sin detenerse a saludar a ninguno de  quienes encontraba, solo se limitaba a decirles con contrita humildad: “Adiós, que el Señor lo lleve en paz” cuando pasaba frente a  las últimas casas del pueblo. La anciana madre del hombre que había defendido los años de dictadura salió sonriente a despedirlo: “Ya me contó mi hijo cómo me trataste en esa reunión en la plaza del pueblo”. “Solo conté nada más que la verdad”, respondió sonriente el viejo. “Te advierto que esto no se quedará así por así; bien me conoces”, amenazó la anciana mujer. “Ahhh vieja, vieja, hace cuanto podas, pero bien sabes que conmigo no podrás”, advirtió el viejo moviendo su mano izquierda en señal de despedida. La anciana revolvió sus cabellos y entró a su casa respirando grueso de la furia.

Noche de vela

Noche de vela

El viejo cruzó la carretera de tierra que conduce al vecino  pueblo y siguió el camino de la montaña, es un camino estrecho entre una quebrada de mediano caudal con grandes árboles a la orilla y la travesía de unas propiedades cubiertas de pimentales y palmares; caminó por espacio de media hora, el aire que corría de la quebrada junto al de los pimentales refrescaba la noche; por todo el trayecto se escuchaba el constante chillar de los grillos y chicharras  mezclados con el canto de aves nocturnas.

El viejo estaba a mitad de camino para llegar a su casa situada en el pequeño caserío a lo largo de la quebrada, cuando de repente apareció ante sus ojos aquel espectáculo: un ataúd de madera rústica con cuatro velas, una en cada esquina y dos coronas de flores blancas y violetas en el centro. El ataúd estaba atravesado en el camino impidiendo el paso de cualquier transeúnte, la tapa superior estaba levantada y se podía observar el extraño muerto cabeza de mujer y cuerpo de hombre.

El viejo sentado junto a la cabecera no paraba de reír mirando el difunto. “Estás solito y no hay quien te vele, por lo tanto lo haré yo hasta que amanezca y te daremos cristiana sepultura”, decía en alta voz. Extrajo un puro de la bolsa de su camisa de manta blanca y lo encendió con unos fósforos que él mismo portaba; sin dejar de inhalar su puro fue a cortar una rama de un izcanal, le quitó las espinas y regresó al mismo sitio adonde estaba sentado, “Te voy a rezar para que el Altísimo te reciba en su santo seno”, manifestó y comenzó a repetir un padrenuestro y un avemaría en voz alta, luego rezó las mismas oraciones a la inversa, después cantó Perdón oh Dios mío / Dios mío perdón / perdón oh Dios mío / perdón y piedad./ pequé ya mi alma/ mi culpa confiesa / mil veces me pesa / de tanta maldad. “Así estaremos en paz los dos”, afirmó mientras tiraba la vara de izcanal sobre el ataúd. Sin dejar de sonreír siguió fumando su puro hasta terminarlo.

A la medianoche se escuchó  el canto de un gallo a lo lejos, el muerto movió una de sus manos, “Con que te mueves, no me vas a dar el gusto de enterrarte”, expresó el viejo; otro gallo cantó a la distancia y el muerto movió la otra mano, “Vamos, vamos tranquilo no te inquietes”, pidió el viejo. Extrajo otro puro, lo encendió y comenzó a inhalarlo; el aire seguía soplando fresco, las aves nocturnas habían incrementado su canto, solo los grillos y chicharras habían dejado de chillar. El viejo pronunció unas extrañas oraciones conocidas  solo por él.

Los gallos siguieron cantando  uno a uno de manera aislada en el caserío, unos y otros en el pueblo. El muerto había movido sus pies, el viejo tomó entre sus manos la vara de izcanal y se paró a contemplar el ataúd; “quiero ver hasta donde llegas, advirtió. Los gallos siguieron con su canto madrugador uno tras otro respondiéndose al unisonó.

El muerto se revolvió en el ataúd, tiró de una patada la capa inferior, las coronas de flores blancas y violetas fueron a caer largo, el difunto regresó a la vida y se incorporó temblando e imploró: “Déjame ir, no seas malvado”. El viejo lanzó una fuerte carcajada, levantó con su mano derecha la vara de izcanal y la dejo caer sobre quien tenía enfrente, le dio varios azotes  al derecho y al envés. Es bueno que no seas pendeja, aprende a trabajar y no te metas conmigo, vete a la mierda, exclamó fuerte el viejo.

El extraño personaje dio varios gritos por el dolor de los azotes y salió corriendo de regreso al pueblo. El ataúd y las velas desaparecieron, el viejo sonrió complacido, se persignó. Gracias, María Santísima, por el milagro concedido, agradeció mirando al cielo con las manos juntas en actitud religiosa, agarró su machete, se colocó el sombrero de ala ancha y siguió el camino a su casa. El cielo seguía estrellado, los gallos seguían cantando acompañados de zorzales y otras aves mañaneras.

A las tres de la tarde del siguiente día apareció el viejo en casa del hombre defensor de la dictadura la noche anterior en la plaza del pueblo.

“¿Y tu mamá muchacho dónde está?”, preguntó. El hombre sin moverse de la silla adonde descansaba y sin inmutarse por la presencia del anciano respondió: “Está acostada, amaneció quejándose de fuertes dolores en el cuerpo”.

“¿Puedo entrar y verla?”, interrogó el viejo con maliciosa sonrisa.

“Bien sabe que todas las puertas de este pueblo están abiertas para usted, pase, pase tal vez pueda hacer algo por mi madre”, dijo el hombre.

El viejo caminó hasta el catre de madera en el que estaba recostada la mujer, haló una silla y sentó frente a ella.

“Mira como me dejaste la espalda, crucificada a palos”, se quejó la anciana acostada boca abajo para evitar lastimarse.

“Bien te dije que no podrías conmigo porque te atreviste hacerme eso anoche”, replicó el viejo mientras sacaba de su alforja un par de botellas con  agua color verdoso.

“Es que eres un colorado desgraciado; bien decía mi papá que debíamos respetarte porque siendo cachorro nunca te pudieron capturar en el Gobierno de mi general”, incriminó la mujer.

“Ya déjate de cachurecadas y permítame ponerte unos lienzos curados para que sanes pronto esos azotes que te receté con la vara de izcanal. Eso sí, ni se te vuelva a ocurrir  volverme a asustar de esa forma, bien sé que sos sobrina de mi madre, pero se me puede olvidar y te mando al infierno” advirtió el viejo.

La mujer volvió a mirarlo y sonrió con picardía, retiró la sábana dejando su espalda descubierta. “Vaya, vaya, si te los acentué con ganas, cómo no te sacó sangre, jodida”, bromeó el anciano. Mientras colocaba con una manta los lienzos del agua verdosa, la mujer pujó fuerte al sentir el contacto de la manta con los golpes y por un instante deseó estar muerta de verdad.

 

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