El hombre llegó a la cita pactada. Eran cerca de las dos de la tarde, radiante el  sol asomaba entre los guanacaste y acacias que hacían sombra a la orilla del pequeño riachuelo en las cercanías del pueblo. La espera se estaba volviendo insostenible a no ser por los rápidos movimientos del agua que musicalizaban el ambiente, todo parecía ser monótono para el hombre.

Será porque crecí contemplando este mismo paisaje”, meditaba sentado moviendo la tierra con un bastón; “dentro de poco cumpliré sesenta y siete años, nada me deslumbra, nada me inquieta, nada me desvela, solo esta niña que me trae como cipote recién nacido, y cómo no, con esos hermosos ojos color cielo, esa boquita pitón de rosa y esos pechitos que asoman ligeros como dos piedras finas a la altura de su busto, ¡caramba!,  lástima estar tan viejo para ella, solo dice tener catorce años, diera el universo entero por retroceder el tiempo  para mí, mantenerlo para ella y poder encontrarnos los dos; Dios santo, qué no haría con ella o que dejaría de hacer;  pero hoy qué me queda, nada, solo acariciarla y soñar en el paraíso con ella, regresar de la muerte antes que llegue, eso nomás, nomás…”.

Sueños líquidos

Sueños líquidos

Perdió la mirada extasiado en el agua que corría sin prisa a lo largo del arroyo, por un buen momento estuvo contemplando el fluir del líquido natural como si más le parecía ser el correr del tiempo a través de la eternidad. De repente se incorporó dispuesto a marcharse, giró la cabeza y allí parada al extremo izquierdo suyo estaba ella contemplándolo con amplia sonrisa, sus cabellos dorados caían sueltos a su cadera y sus ojos parecían salirse para confundirse con el limpio cielo del verano.

“Los viejos con nada se entretienen, ha de ser vergueado llegar a esa edad”, manifestó ella sin dejar de sonreír.

“No te creas, niña, estaba aburriéndome, ya me iba, muy bien que llegaste, algo debió haber pasado contigo para tu larga demora, quedamos en vernos a la una y media, mirá como ya casi son las tres de la tarde”, reclamó el anciano.

Ella se acercó, retiró el sombrero de la cabeza del hombre y acariciando su blanquecino cabello expresó: “No viejito, no se enoje ni se desespere, yo debía cumplir mi palabra y aquí estoy para jugar con usted, me gusta jugar con los ancianos, que me cuenten sus historias, acariciarles el pelo blanco o la calvicie. Es que hoy me entretuve toda la mañana jugando con el otro viejo, el de la cabeza calva del pueblo, llegué tarde a casa y debí dar un montón de explicaciones; casi me suenan mis tatas pero los convencí, se olvidaron de sus amenazas y me dejaron salir de nuevo sin ponerme tanta objeción”.

“¿Qué cosas te dijo ese viejo pelón en la mañana, estuvieron retozando mucho?”, preguntó incómodo el hombre de baja estatura, la niña lo miró maliciosa, rozó la blanquecina barba del viejo y respondió: “No se me ponga celoso, mi viejito, que con los dos me gusta jugar, bien sé que ustedes no pueden hacer esas cosas que los hombres hacen a las mujeres. El viejo pelón me trajo bombones, me estuvo contando sus líos cuando era adolescente, me acarició el pelo, yo le rocé la pelona, me quiso devanar pero no me dejé porque me da asco ese olor a tabaco; como pude salí corriendo y le tiré una piedra, el viejo pendejo se quedó riendo mirando correr el agua como estabas vos cuando llegué. Quien se la vio a palitos fui yo con lo que te conté de mis tatas”.

El anciano colocó una de sus manos sobre uno de los hombros de la niña y preguntó:   “¿Seguís siendo virgen, entonces?”. “Como la virgencita de Lourdes, no me voy a entregar a nadie con facilidad”, respondió ella. “Pero aceptas ser novia de los dos”, asintió él. Sin darse cuenta deslizó su mano hacia abajo en la parte frontal del  hombro y comenzó acariciando uno de los senos de la niña; era una pelotita de carne dura como cualquier piedra fina del río. Sin dejar de apretar, el viejo lamió sus labios y acercó su mano hacia el otro seno, la niña buscó a su alrededor una pequeña piedra, la agarró entre sus manos y la soltó con fuerza sobre la cabeza del viejo, él al sentir el impacto retiró su mano y dijo: “Así no me gusta que juguemos”, “a mí tampoco me gusta jugar así”, replico la niña, se incorporó de inmediato y sonriendo burlona  se dio a la fuga: “Hasta otro día, viejo”, casi gritó.

El hombre acarició la parte frontal de su cabeza, dolía en forma vaga, miró sus manos y estaban manchadas de sangre. “Que cipota tan cabrona, me sacó sangre con esa piedra”, lamentó. Se incorporó.

Caminó hasta la orilla del riachuelo y comenzó a lavar la herida solo con agua. Cuando terminó decidió regresar a casa, eran casi las cinco de la tarde y debían de estar preocupados por él; camino despacio pero seguro, la herida había dejado de sangrar, cerca de su casa bajo un almendro reverdecido estaba el viejo calvo del pueblo, su rival, “vienes de encontrarte con la niña que compartimos”, preguntó riendo incrédulo. El hombre de baja estatura acomodó su sombrero para ocultar bien la herida y respondió: “Quisiste adelantarte, pero no te salió ni la venada careta, la niña no es tan fácil, solo se deja tocar por los dulces o los pesos que le regalamos; pero cogerla no va a ser tan fácil”. El viejo calvo rio con alevosía casi a carcajadas dejando ver sus rojas encías sin dientes: “Bien sabemos los dos que no podremos nada, hemos perdido las fuerzas para esos menesteres, yo ya tengo setenta y cinco años, vos sos más pichón, pero tu mujer dice que perdiste la virilidad a los sesenta, que ya solo sos la bulla, tal vez con un buen medicamento; pero tampoco trabajamos para agarrar dinero, así que debemos conformarnos a jugar con ella”. El anciano de baja estatura sonrió obligado, colocó sus manos en ambos bolsillos y afirmó: “Mira, viejo, pero eso está delicioso, yo daría mi vida misma para regresar a los quince años y comerme ese bocado”.

“De eso ni hablemos, yo estaría dispuesto hasta hacer un pacto con el diablo para que eso ocurriera; pero no, compadre, pero no, debemos aceptar nuestra realidad, ese bocadillo será para otro joven de por acá”, comentó el viejo calvo.

Los viejos se despidieron entre bromas como dos buenos amigos apostando a quién sería el primero en llevarse la niña a la cama; llegaron a sus casas, cenaron y se dedicaron a escuchar sus programas radiales favoritos. Parecían estar sincronizados con el mismo pensamiento, sus mujeres no dijeron nada, bien sabían de sus andanzas y amores retro juveniles. Se acostaron a la misma hora, en la misma cama con sus señoras.

A la medianoche ambos estaban soñando en un paraíso cultivado de benjamines, buganvillas, cipreses y begonias; en el centro del paraíso corría un riachuelo de cristalina agua, y aves de diferentes colores lo adornaban con su canto. Allí a la orilla del riachuelo ellos en plena adolescencia jugaban con la niña de cabellos dorados y ojos azules como el cielo, el tiempo se había revertido, estaban tan jóvenes y potentes como los truenos en la primavera. En su sueño jugaban por separado con la niña, se quedaron sin ropa y se bañaron, bebieron todos los besos de su boca, lamieron cada pedazo de piel, ella dócil se dejó seducir a sus encantos y sin oponer resistencia sus cuerpos se fundieron.

Estaban en el cenit del sueño cuando el grito de sus mujeres los despertó, asustados despertaron, sintieron mojadas sus sábanas blancas, palparon sonrientes y comprendieron como en sus mejores años había tenido líquidos sueños

 

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