Hasta siempre Stalingrado

Hasta siempre Stalingrado

Leí hace poco un artículo cuyo nombre me llamó la atención de inmediato: “La chica de Stalingrado”. Antes de siquiera empezarlo, me hacía una idea de lo que hablaba el texto y sin aún leerlo ya estaba fascinada.  ¿Qué hacía de un título cómo ese para que me sienta cautivada? Tal vez era el hecho de combinar Stalingrado; una palabra sinónimo de guerra, armas, frío y revolución, con chica; un sutil indicador de dulzura, feminidad e inocencia. El encuentro de dos conceptos opuestos resultaba en un llamado a mi curiosidad por saber cuál era la consecuencia de tal casualidad.

Mientras empezaba a leer el artículo, el autor –Jacinto Antón– me presentaba a Anna Andreievna, una chica nacida en Stalingrado que hoy escapa de su pasado bajo el seudónimo de Anna Dart, una pintora en Barcelona. El interés del autor por la rareza de Anna y la coincidencia de conocer a una nativa de una ciudad que le causaba tanta intriga, se convierte poco a poco en desilusión cuando descubre que la chica de Stalingrado no existe, que él la había creado, ya que mientras él tenía en mente conocer historias de los líderes revolucionarios y leyendas de los héroes de la guerra, Anna prefirió hablar de su pasión por la pintura, que lejos de estar ligada a la historia de la tierra que la vio nacer, es un testimonio a la tranquilidad de la vida, a la belleza de las personas y sus pasiones.

La historia de Anna me cautivó, sobretodo porque sin quererlo, hay una parte de ella que no eligió; una historia, que por muy ajena que sienta, forma parte de quien es. Me hizo pensar en “Vida y Destino” de Vasili Grossman, un libro que mi papá adoraba y que leí intermitentemente en mis años adolescentes. La historia de los personajes de Grossman, así como Anna, vivían su día a día, con todo el trajín que simboliza la vida, con amores y desamores, drama y felicidad, a la sombra de Stalingrado y una guerra de ideologías que parecía no acabar.

Hasta siempre Stalingrado

Hasta siempre Stalingrado

Es entendible que escuchemos Stalingrado y dejemos volar la imaginación a una ciudad gris, invernal, en donde se vive un cruce de fuegos en plazas desiertas y se siente la guerra. Es comprensible igual que pensemos en su gente como soldados, madres de soldados, hijas de soldados viviendo con el recuerdo latente de las guerras mundiales. Eso no necesariamente significa que -como esperaba el escritor del artículo- deban asumir un papel de panfleto de la Unión Soviética; sino, y creo que, con más exactitud, sus vidas son una representación de lo que nació del conflicto, de la guerra, y los cambios; y que como dijo Charles Chaplin, “del caos nacen las estrellas”. Por eso, las generaciones presentes y futuras de la extinta Stalingrado pueden ser originarias de una tierra que ha visto la guerra, pero que ahora tienen en sus manos escribir una nueva historia. Como Anna.

Hoy “la chica de Stalingrado” vive del arte, conmoviendo a turistas, famosos, y transeúntes con sus pinturas de acuarela expuestas por toda Barcelona. Ella, como muchos, se sumergió en la vida tranquila de Cataluña, disfrutando de la bohemia y el buen clima de la ciudad. Anna nació como rechazo a la frialdad consecuente de la guerra y ha decidido existir lejos de la sombra de su ciudad natal. Como ella dice, ha nacido otra Anna; así como ha nacido otro Stalingrado (actualmente llamado Volgogrado) con todo el potencial de ser reconocido por su gente, que, como Anna, tienen más que ofrecer al mundo que el recuerdo de una ciudad que ya no existe. Entonces, la vida de Anna estaría muy limitada si la tituláramos “La chica de Stalingrado”, tal vez “Anna la mujer que siente la acuarela por sus venas” o “No hay tiempo para el pasado, cuando el futuro tiene infinitas posibilidades” sería más adecuado.

 

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