Jamás he sabido el momento exacto, el preciso instante de las apariciones. Si bien haya formado parte de una de ellas alguna vez, una remota y añeja vez evocada entre herrumbrados esfuerzos con débiles anzuelos, nunca la he advertido como para citarla con plena certeza.

Hay un pescador que conoce con legítima fidelidad la ida prevista de mi presencia.

Éste y no otro, éste, quien con briosos anzuelos había sujetado el gusano para darlo a las aguas, a los peces.

Este pescador desconoce que lo conozco, que no lo olvidaré aunque haya lanzado la caña hacia la marea cuando en el muelle quedaba solo bajo la inclemencia, el temporal.

Pescadores no eran aquellos que al retirarse con apenas siete o nueve presas, devolvían a los gusanos hacia la tierra. No. Aquellos habían sido señores, nobles que libraban tanto a estos como a los pescados. A estos señores debo la imagen viva de quien me ha expulsado, y que sin verlo fijaré y fijaré hasta su mueca erizada.

Al desconocer el momento exacto, el preciso instante de mi aparición sobre el gusano, asimismo ignoro mi desaparición.

Porque por ser la cáscara que se adhiere junto al cuerpo durante su esplendor, y se retira deshecha y media invisible durante su declive,

no he sido –y nunca seré- capaz de notar los estadíos. Cuando iba apoderándome del abdomen del gusano había tomado conciencia de mi posesión, pero sin saber el principio de ésta. Y cuando caía vencido sobre el césped o tierra bajo la tormenta cegante ya notaba el olvido acerca del tiempo en el cual había dejado al gusano mientras otro cascarón lo tomaba.

Caminando junto a otros cascarones hacia la caída, nada aclara tantas suposiciones y divagues hacia este accionar depositados. Nada  aquieta, ni silencia los torturantes murmullos que más y más cuestionan mis etapas. Nada socorre.

A ellos tampoco. Caminan alrededor y siempre siguiendo el mismo ritmo y destino, el mismo fin. Siempre seguimos siendo transiciones de un ente para su pervivencia, su brío. Y como aquel pescador que había continuado arrojando anzuelos cargados bajo la superficie marina, ahora somos conducidos –por haber un único camino- hacia el hoyo de las cáscaras.

Como aquel pescador perseverando, creo y sostengo que hay alguien que nos arroja hacia ese hoyo,

último fondo sin escape. Quizá sea el simple sino de cada cáscara.

Jamás he sabido los precisos momentos, aunque lo haya intentado. Al ser cáscara veo a otras aparecer y desaparecer –aunque no con una exactitud extrema-, y sé que así ellas a mí; pero yo nunca podré verme. Jamás sabré de momentos ni de sus mediciones cuando sólo cuento de haber transitado sin huellas pero amparando, cascaracionando es decir.

 

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