La cisterna de la Basílica fue mandada construir por el emperador Constantino, adquiriendo su forma actual bajo el emperador Justiniano, cuyo nombre derivaba de una supuesta basílica pagana, que se encontraba en el mismo lugar. Esta cisterna formaba parte del antiguo sistema de reservas subterráneas de agua potable, llenándose con las aguas procedentes del bosque de Belgrado, situado a unos veinte kilómetros al norte de Constantinopla,  guiadas con sigiloso murmullo a través de acueducto de Adriano y Valente, que unía la tercera y la cuarta colina de Constantinopla, destinada a alimentar los hermosos palacios bizantinos y sus pequeñas cisternas.

Aprovechando su tan hermoso techo abovedado que estaba sujeto con unos esbeltos capiteles corintios, sumando en total unas 336 columnas, subdivididas en 12 filas de 28 elementos, teniendo casi todas capiteles corintios del siglo V, una altura de 8 metros y sujetas por unas pequeñas bóvedas de ladrillo colocadas en forma de espina de pez, que se reflejaban en las tranquilas aguas interiores, siendo enaltecida por la presencia enigmática de dos cabezas de medusa, colocadas al revés, en las basas de dos suntuosas columnas de este tan recóndito edificio, de unos 140 metros de largo por 70 metros de ancho.

El sutil reflejo de nuestro entrañable protagonista, se iba recortando tan grácilmente, entre la gran maraña de columnas, deambulando con demasiada quietud alrededor de este suntuoso palacio subterráneo, absorto en sus escurridizos pensamientos, deleitándose de la sigilosa atmósfera acuosa, y sacando con deleite desde varios ángulos,  irreales y refinadas fotografías analógicas, con su siempre fiel cámara Lomo Diana.

Poseedor de una increíble vida, seguía él, de aquella vez,  por otras veredas existenciales, bajo un enorme derroche de novísimas inquietudes, todas ellas inmersas en la dinámica y expresiva composición de nuestro elegíaco protagonista ,  que era, ante todo, un avis rara, en vías de extinción, persona de carácter reservado, licenciado en humanidades, pero rebosante de espíritu autodidacta, someramente equilibrado con buenas dosis de lucida inteligencia racional, ante un mundo enfermo que padecía de una enorme crisis de civilización, en términos morales y sociales. Contenía él, a raudales, de excesivos flujos de pasión, de sensualidad, de generosidad, de plenitud, de pureza, de sensibilidad y sentido común.  

Y también estaba él eternamente enamorado de su dedicada entrega literaria, siguiendo la tradición romántica de centenares de escritores en ciernes, que habían optado por alejarse durante algún tiempo de sus respectivos países de origen, para poder descubrir con rebosante curiosidad, todas las sensaciones más predilectas y que llevarían con posteridad a las cuartillas de sus tan rebuscados cuadernos de viajes.

Sabía él que los efusivos relatos, abrían, de par en par, el indecible mundo, que el dinero solo lo cosificaba y lo más maravilloso e idílico era poder vivir simplemente en un mundo sin cosas, es decir, ser austero en hechos, valores y que la propia vida fuera establecida desde el etéreo ojo de la mente, basado en variopintas y enriquecedoras percepciones cognitivas. Y sabía él tan elocuentemente,  que un buen artista jamás era pobre, pues lo más maravilloso le enseñaba a ver lo más cercano con ojos de resplandeciente gratitud y de mágico asombro.

Era la ávida mirada, del que veía la invisible y cautivadora belleza del mundo, y la quería cuidar con demasiada generosidad moral.

Era él también un lirico poeta, con los pies bien asientes en el ditirámbico jardín terrenal y con los dedos siempre tocando el cielo del zigzagueante y mercurial pensamiento,  generador de unas alucinantes ideas, pues cada lugar de la Tierra tenía s in situ su peculiar y dilatado horizonte.

Y sabía él tan bien que los antiguos relatos, cumplían mayestáticamente con toda esa función  mágica  de manera tan inefable, siendo un intercambiable puente entre lo divino y lo profano, entre el mundo del ensueño y el mundo empírico, y lo más maravilloso sería poder abandonar el mundo de los dogmas, para poder habitar bajo el sugestivo y bucólico tiempo de fabuladores relatos inverosímiles, que simbolizaban el tiempo de tan luminosa contradicción dialéctica y  pujante libertad, ante tantas décadas de fatal adoctrinamiento en la pérfida ignorancia, instigada por una mafia política agresivamente analfabeta, muy tonta, y que habían casi extinguido el amor por el prodigioso conocimiento. 

Y sabía él que los relatos- la edad de los prodigios– no nos alejaba del mundo, pero que lo tornaban más habitable y lo llenaban de carismático y fabuloso sentido existencialista. Y volcaba él toda su erudición y todo su talento narrativo en el relato épico de la pasión humana, por aprender, por descubrir, por explorar, por experimentar, por imaginar, con solidez y mucho  rigor, lo que todavía no se sabía se existía realmente, la atracción del misterio que estaba en la raíz de la ciencia y la literatura.

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