Parte I: La efervescente Lisboa

 

En aquella deliciosa mañana, de una primavera renacida, había, enigmáticamente, un gallo que cantaba de forma absurda, en pleno centro de Lisboa. Era justo en el comienzo del mes de abril, aguas mil, cuando ésta apetecible estación, iba de forma tan palpitante, regalando a raudales, rejuvenecedores suspiros de una abrumadora belleza incontenida. Y la romántica y “Uliseica” ciudad de Lisboa, aún se encontraba zambullida en un bajo grado de voltaje existencial, acarreando todavía los efectos conductuales de un enrevesado paréntesis noctívago.

En un ápice, empezaba [paulatinamente] a despertarse, resaltada por el singular sonido traqueteante del tradicional y colorido tranvía 28, que era dador de tanta capacidad de abstracción, pues a través de sus airadas ventanas podíamos tomar conciencia de gran parte de la ciudad de Lisboa… donde por dentro, iba la consciencia del propio observador, que en aquella ocasión tenía tiempo de tener tiempo, para colmatar un ansiado viaje a los Azores.

“E iba el traqueteante tranvía 28, engalanado de vivos colores amarillos y ocres, todavía somnoliento por los serpenteantes raíles, que empezaban a ser atizados por la cálida luz matutina, ensalzada, por las chispeantes reverberaciones lumínicas”.

Tal vez, hubiera él escuchado al vivo, una castiza noche de fados, por antonomasia, un tipo de canción nostálgica, una viva expresión de añoranza y tristeza, bajo el efluvio de la sempiterna saudade, cuya fadista envuelta en un chal negro en memoria de María Severa, siempre era acompañada de una guitarra portuguesa. E iba el traqueteante tranvía 28, engalanado de vivos colores amarillos y ocres, todavía somnoliento por los serpenteantes raíles, que empezaban a ser atizados por la cálida luz matutina, ensalzada, por las chispeantes reverberaciones lumínicas.  A lo largo de tan bellas calzadas, siempre pavimentadas con pequeños cubos de caliza blanca, basalto negro, arenisca dorada y granito azul, que componían una autentica marquetería de piedra, cuyo repertorio de frisos era inagotable, siempre enaltecidos por figuras marinas, escudos de la ciudad, símbolos históricos y dibujos geométricos dispuestos a lo largo del “palimpsesto de calles, constituido por el formidable eje, Alfama-Baixa-Chiado-Bairro Alto, considerado como hermoso y selecto palco de la cultura erudita y popular, de esta hermosa ciudad de Lisboa, totalmente volcada para la efervescencia liquida y dorada del  alargado estuario (Mar da Palha) del río Tajo.

Los primeros y luminiscentes rayos de Sol, ya iban avanzando [literalmente] a través de un rutilante barrido de vibrante luz, por entre las varias e hermosas arcadas de los suntuosos edificios neoclásicos, emplazados alrededor de la diáfana plaza del Terreiro do Paço, lugar que había albergado el antiguo Palacio Real de Alcáçova, durante más de cuatro siglos. En su puerto fluvial,  hubo durante el reinado de Don Manuel I, titulado “Señor de la Conquista, La Navegación y el Comercio con Etiopía, Arabia, Persia y la Indias una enorme riqueza ilusoria, basada el comercio de la canela, pimienta, jengibre y el clavo. Y la necesidad de mano de obra, para las nuevas colonias Suramericanas, entrañó también el tráfico de “madera de ébano”, dando inicio al establecimiento de la población negra en América. Esta bella plaza, era [dignamente] enaltecido por la estatua ecuestre de Don José I , montado en su caballo de purasangre, mirando, fijamente para el angosto estuario del río Tajo, cuando ya se iba desvaneciendo majestuosamente, en su atlántica e infinita desembocadura. Yendo a pie por la suntuosa alfombra de mosaicos, ya empezaba nuestro observador a vivir Lisboa, en busca del insólito, procurando ciertas experiencias que perdurasen para siempre en su recuerdo.

“Ya bajaba, plácidamente, del pintoresco tranvía 28, dirigiéndose, rápidamente, hacia el confortable autobús, que los iba a trasladar, hacía el aeropuerto lisboeta de la Portela.”

Y caminando a través del Arco del Triunfo de la rua Augusta, empezaban a llegar ya los expectantes viajeros, que iban participar por vez primera en un placentero viaje a las islas Azores, mejor dicho, a la isla malva de la Terceira. E iba nuestro observador, vestido con tanta parsimonia, envuelto en una cierta sofisticación deportiva, poniendo ya en acción el establecimiento de nuevas conexiones interneuronales, para dar a énfasis a una viva neuroplasticidad, manteniéndose permanentemente activado, con el objetivo de estimular la memoria, el lenguaje, el cálculo, para así favorecer el acceso a las palabras,  a la imaginación visual, a los conocimientos semánticos adquiridos, al lenguaje verbal. Ya bajaba, plácidamente, del pintoresco tranvía 28, dirigiéndose, rápidamente, hacia el confortable autobús, que los iba a trasladar, hacía el aeropuerto lisboeta de la Portela.

Mientras todo esto ocurría en la Praça do Comercio, en lontananza, en la otra orilla del fluorescente y azulenco estuario del río Tajo, los pintorescos Cacilheiros, empezaban su rutinaria travesía entre ambas orillas del angosto y rutilante estuario del Tajo, trayendo y llevando, en constante vaivén, a tan apresados pasajeros, que iban desde Almada hasta Lisboa o viceversa.

Era un característico flujo humano, que se iba dispersando [indefinidamente], por el cuerpo orográfico de esta elegante ciudad de las siete colinas. Su nombre ancestral, había sido Olissipo, una designación prerromana de la ciudad de Lisboa, que procedía de los comerciantes fenicios y que, etimológicamente, era derivado del término Allis Ubbo, que estaba connotado con un metafórico puerto seguro, en el antiguo idioma fenicio. Y la ciudad de Lisboa, pasó a tener también una etimología mitológica, pues los griegos la llamaron Olissipo, porque según la propia mitología griega, había sido fundada por Ulises, tras haber huido él de la ciudad de Troya.

Y en el transcurso de la incesante historia, los árabes la tomaron en el año 719, llamándole entonces Al-Uslbuna, cuyo centro histórico fue siglos más tarde, el titánico puerto marítimo de múltiples partidas de naos y carabelas portuguesas, que desbravaron con tanta tenacidad el temido océano Atlántico, abriendo, poco a poco, el camino marítimo para la India, al rodear todo el continente africano, a fin de poder comerciar las tan ansiadas especias.

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