Obsesionado con una palabra que ya no recuerdo, acudí a unos eruditos que solía frecuentar para pedirles el significado. Mientras me contestaban, una araucaria del paisaje me distrajo; también la ignoraba.

En aquél lugar no tenían la respuesta, pero me supieron indicar dónde buscar y dar con ella. Fiel a las indicaciones, di con el sitio. Pregunté de nuevo, y nuevamente me distraje: el rostro de una mujer había desviado mi atención. Quise conocerla; me dijeron su nombre, y quién era. No podía dejar de contemplar sus rasgos mientras me informaban; debí hacerlo cuando recordé el motivo de mi visita. Me concedieron la respuesta. Como suele ocurrir frente a un descubrimiento, necesité de una repetición para aprehenderla.

Satisfecho, iba a regresar.

Pero no pude. La mujer, tan bella, tan sola, seguía allí, y me miraba, pero sin verme, y un poco lívida, sosteniendo una mirada que no supe juzgar; parecía inexpresiva, o que lo expresaba todo, hasta la fecha, su propia fecha, una flecha disparada con otra fecha vuelta arco, y que ahora se encontraba detenida a su lado, apuntándole, mientras ella seguía mirándome, sin saberlo, hasta que yo dejara de verla, y decidiera sepultarla, cerrando el diccionario.

 

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