Llevo días escuchando decir que esta es la mejor opción, pero tengo miedo. Hay muchas cosas que no he terminado. Tenía un compromiso y no cumplí con mi parte. Dadas las circunstancias, eso tampoco tiene importancia. Ya falta poco, mañana todo terminará.

Encamino mis pasos sin rumbo fijo, aunque de forma inconsciente sé dónde quiero ir.

¿Por qué estoy aquí? Me pregunto, pero sin encontrar respuesta, avanzo por la acera del jardín hacia la puerta principal de la casa de mis abuelos.

Los mejores recuerdos de mi infancia son de este lugar. ¿Cuántos años hace que esta casa está deshabitada? Cuatro o cinco, algo menos de los que llevo viviendo en Francia.

Al abrir la puerta, el rechinar de las bisagras me recuerda a la abuela.

«Ramón, ¡esta puerta! ¿Cuánto tiempo más tendré que sufrir este ruido?» Pero el abuelo nunca la reparó.

Continúo hacia el salón de forma atropellada, como deshaciendo el camino que hace muchos años recorría.

—Hola, abuela, ¡permiso, permiso que me hago pis!, ¿me compraste manzanas? —dejaba caer la mochila mientras corría hacia el aseo.

—Sí. Verdes y rojas. También hay una naranja.

El camino de vuelta

El camino de vuelta

Cuántos recuerdos, hasta me parece escuchar música, la que siempre salía del despacho del abuelo. Un tango, bueno, muchos tangos.

Continúo caminando hacia el porche trasero. Ya veo la escalera, doce peldaños de hormigón tintados de rojo. Y me veo, con nueve o diez años, sentada mordiendo una manzana.

«Lo siento abuela, pero sigo comiendo como un roedor. Afilo mis dientes con esa crujiente, ácida y jugosa fruta verde.»

Un poco más abajo, en el patio, la huerta del abuelo. Es una sensación tan fuerte que casi lo puedo ver y escuchar.

—Toma, un regalo, pero no le digas nada a tu madre que luego me regaña. —A continuación, sacaba un tomate de su bolsillo que escondía en la palma de la mano, y lo dejaba a mi lado de forma descuidada.

Gracias, abuelo. ¡Qué bien huele!

Ahora el patio está mustio. Cuando la abuela quedó viuda, contrató un jardinero, pero las acelgas, los tomates y los pimientos habían perdido las ganas de crecer. Les faltaba el ingrediente secreto, la nostalgia de la música porteña. Solo el limonero sobrevivió a su ausencia.

Debo continuar mi recorrido por la casa, ya casi no me queda tiempo.

Sé que es solo mi imaginación, pero veo a la abuela en la cocina. Quisiera poder decirle cuánto lo siento.

No cumplí con mi parte del trato. Le prometí que volvería, pero ella se marchó y no le di un beso.

No está aquí, pero puedo escuchar su voz consolándome.

«No me fui, solo cambié de casa, ahora vivo en tu corazón. Puedes darme todos los besos y los abrazos que quieras.»  Lo sé, abuela, lo mismo me dijiste cuando murió el abuelo, pero te añoro.

¡Qué tarde es! Debo volver a la clínica.

Ya estoy aquí.

Veo que mi madre y el médico están hablando. ¿Cómo habrá ido todo?

—Señora Castros, puede pasar a ver a su hija. La operación ha sido un éxito. Estamos esperando que despierte para confirmar la viabilidad del implante.

—Lara, ¿sabes qué te he traído? Tu talismán, el que el abuelo te esculpió con una rama del limonero. Estaba en el frasco de tus monedas de la suerte. Cuando te fuiste a Francia lo guardé allí, está un poco más oscuro, pero sigue siendo mágico. ¡Como cuando eras una niña!

Esto sí que es extraño. Me veo en la cama, llena de tubos, pero me siento relajada, casi diría en paz. Mi corazón late a buen ritmo y mi madre y el médico parecen muy optimistas.

Espero no decepcionarles, ¡Pero no tengo ni idea cómo volver a meterme en mi cuerpo!

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