Llovía gotas de mar azul con olor a algas, aquel día no iba a ser uno más, lo tuvo claro Peregrino Aviar, justo antes de levantarse al respirar aquella lluvia nostálgica. Se puso las botas de cordones directamente sobre los pies sin calcetines, unos pantalones arrugados que planchó con las manos, se miró al espejo en una especie de sonrisa para ver si los dientes seguían donde siempre. Sus pasos lo llevaron irremediablemente al caminito que bordea el acantilado, donde las olas por poca cosa enfurecen y revientan de tal manera que desprenden trozos de roca.

EL CONSUELO DE PEREGRINO

EL CONSUELO DE PEREGRINO

Vivía en la que fuera casa de los abuelos con una pensión mediocre, sin más compañía que él mismo, de poca conversación, aunque muy respetado en el pueblo por honrado. Hacia las seis de la tarde tomaba una cuarta de vino con los lugareños mientras jugaban a las cartas.

Rondaría los setenta, los sesenta o vete a saber…, y si alguien le preguntaba los años por respuesta invariable  “¡Y qué más da!”.

Peregrino Aviar, sabía que aquel día tenía que ir donde fue, ¡al acantilado!, tenía que ver a la ola soberbia, la ola amada lo más cerquita que pudiera. Mariscador de toda la vida no estaba haciendo lo correcto, la mar es traidora, nunca respeta al osado, pero es que aquel día bendito llovía gotas de mar azul y para el enamorado era una señal inequívoca que el océano se desnudaría para él, se entregaría a sus brazos y se revolcarían en un frenesí inaguantable, por eso fue…, alguien dijo que de tanta soledad ya iba flojo de testa, pero ese alguien no sabía nada del amor. La mar no le iba a hacer nada, salvo exhibirse coqueta, destructiva, en un juego morboso y seductor.

Las olas arrancaban cada vez más lejos, cada vez más grandes, para llegar extenuadas a donde los pedruscos temblorosos. Esperó impaciente mientras la lluvia le mojaba la cara en una excitación que él solo comprendía.

Por eso se tiró al mar a nadar a toda velocidad en el momento manso, cuando invita a entrar, braceó con la fuerza del buen nadador, estaba seguro que saldría de allí intacto, nadie le iba a quitar el placer de estar a solas con la “esperada”. Al cabo de algún tiempo vio la orilla lejana, la corriente lo puso rápido en la noria de agua, las atravesaba por la base, luego rápido hasta la siguiente, todo iba bien. El océano ahora estaba en calma. Ante sus ojos se elevó atrevida, erguida frente al amado absorto por su belleza, minúsculo en la base ¿qué entenderán del amor, los que no entienden nada del amor? Por qué es locura que el pescador se enamore de la ola y la ola del pescador.

No hizo nada por cruzarla para evitar el golpe atroz, la dejó hacer lo que ella quisiera, siguió la ola creciendo inmensa. Peregrino, diminuto ayudándose de las manos en un intento por estar a flote, entonces la tocó, la acarició, la besó hasta llorar.

EL CONSUELO DE PEREGRINO

EL CONSUELO DE PEREGRINO

Tanto tiempo pensando en ella y ella en él, ya lo había visto entre las rocas como la traspasaba con su mirada hasta quedar cautiva, ese recuerdo le hizo perder altura por estar a su lado solo para volver a resurgir más grande, más colosal  y depositarlo en la cresta de quince metros. Con ternura para no dañar comenzó su carrera hasta el acantilado, allí lo puso en el camino de arriba, donde nunca llega el mar ni siquiera en las peores tormentas. Esta vez sí, esta vez era diferente y única por lo insólito, se saltó todas las normas con tal de estar con él un breve pero intenso espacio de tiempo, para protegerlo de corrientes avariciosas u otras olas.

Después, la partida a orillas muy distintas para ser inflexible con el atrevido que entra díscolo por un chapuzón, sin saber que la muerte lo espera entre sus faldas para llanto de algunos.

Ya no pueden vivir el uno sin el otro, por eso las mañanas cuando llueve de esa manera, ella lo espera haciendo figuras caprichosas para seducir. Peregrino Aviar, desde el acantilado la contempla hasta que desaparece una vez más con las corrientes.

En el pueblo dicen que es decente, pero de tanta soledad el entendimiento le falla y se pone a hablar de amor frente al Azul, cuando los días se vuelven melancólicos con esa llovizna triste que trae la salada.

– ¿Qué hace Peregrino…? ¡Sea caritativo con usted que da penita verlo! Por qué no mira prudente y apalanca  ya de una vez esa cansera con la que toma la vida, pero igual venga a la cantina que si quiere hablamos de penas.

– ¿De penas…? -, se rascó la cabeza, mientras la movía pensativo -. Ay caramba…, ahora va a resultar que el fastidiado soy yo… ¡penas, ninguna cargo! Ella recorre el mundo con tal de verme, usted no lo entendería… de cantinas y juegos, sí. De amores inexplicables, no.

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