Han pasado dos años y medio desde que Papi se fue. Dos años de muchos cambios en mi vida. Ya no tengo que lidiar con la cruel y exigente enfermedad que se lo llevó, y siempre estar nerviosamente esperando algo “malo” que pueda suceder “en cualquier momento”. No tengo que planificar mi vida alrededor de citas médicas y visitas al hospital, dietas sin sal, 22 medicinas diarias, oxígeno, y las numerosas preguntas que las enfermeras y doctores me hacían, cuando llegaban a casa a ver si yo estaba siguiendo los arduos regímenes que requería la enfermedad de mi padre.

Mi papá fue uno de los seres que más he querido en mi vida, teníamos muchísimo en común; Interés en la política y problemas sociales del país, la capacidad de tener y mantener muchos amigos, afinidad en la palabra verbal y escrita, expresando nuestras opiniones sin temor y un sentido de humor un poco torcido.

Sonriendo como papá

Sonriendo como papá

Siempre digo que me hace falta Papi, pero no su enfermedad. A los 90 años era un viejito de cine. Todavía se podía apreciar lo guapo y encantador que había sido en su juventud. Todavía conservaba su exuberante capacidad para encontrar comedia en cualquier situación, cualidad que lo ayudó a través de ese largo sufrimiento, en silla de ruedas, víctima de una incurable infección que corría por todo su cuerpo, y siempre mantuvo su memoria, gran inteligencia y su alegría hasta el último día. Todo esto hacía que me lastimara más su dolor, pero nunca se lo dejé saber. No quería verlo triste.

Cuando un ser querido tiene una interminable enfermedad, la familia entera se enferma también. Al final del día, la enfermedad se lo lleva a él, con años y días de los que lo rodeaban. El enfermo sufre en su padecer, mientras los familiares se sienten culpables, pensando que nunca están haciendo lo suficiente y mirando como la enfermedad va ganando, día a día. En los últimos 12 meses de la vida de mi papá, él estuvo hospitalizado 15 veces. Entrando por la emergencia porque siempre llegaba al hospital sin poder respirar, quejándose del oxígeno “dañado”. El protocolo de un salón de emergencias en cualquier hospital exige que uno esté esperando por horas, al especialista, a pruebas médicas, al próximo tratamiento y por la habitación adonde, finalmente, ubicarán al paciente. De vez en cuando, hay que esperar varios días más en el caos de la sala de emergencias por un cuarto. Caes en un letargo sin respuestas, y miras a tu ser querido, luchando, y te preguntas, ¿Para qué? Si estaremos aquí de nuevo en pocos días. Así pulsaba mi mente fatigada y derrotada, pero Papi no se daba por vencido. Todavía le quedaban cuentos por contar, besitos para sus biznietos, opiniones sobre el presidente, canciones para mi mamá y la risa. Una vez se sintiera mejor comenzarían los chistes de nuevo, allí en el mismo hospital.

Después de más de dos años, no puedo decir que duele menos la muerte y falta de mi papá. Los días en el hospital los recuerdo como una mala enfermedad sobrevivida. Paredes sin color, veranos sin playas, inviernos guiando en la nieve para pasar unas horas con él. Vivía en exasperante depresión y coraje, preguntándome por qué Papi cogería esa bacteria, y por qué estamos en esta situación. Vuelvo a repetir, me hace muchísima falta mi papá, pero no esa larga, insalvable enfermedad, que todos sufrimos por casi 10 años. Ahora tengo tiempo para escribir y pasar ratos con mis nietos, ahora me encuentro con mis primas y mis amigas y nos vamos a comer o de excursión a museos y tiendas. Ahora llevo a Mami al salón y después a un restaurante, sin apuros.

Después que Papi se fue publiqué mi poemario, del cual él había leído varios poemas y le habían encantado. Me dolió que no estuviera para el lanzamiento del libro en Puerto Rico, entre amigos, familiares y su vino favorito. Ya estoy en mi segundo poemario. Él no conocerá los poemas de ese libro, pero muchos están inspirados en él, en su amor por la vida, en su inolvidable sonrisa, en sus bromas y gran optimismo. Por otro lado, todas las noches, llena de ansiedad y tristeza, me pregunto; ¿Por qué no corrí a su lado cuando la enfermera me llamó a las tres de la mañana para decirme que él ya no estaba respirando por su cuenta? Yo no le dije que se fuera tranquilo, que me encargaría de Mami. ¿Por qué? Todavía cargo el dolor y la culpa que sentimos cuando no podemos arreglarle la vida a los que más queremos. Todavía lloro casi a diario. Pero eso lo hago en privado. Ante mi mamá siempre trato de mantener una sonrisa o por lo menos no verme triste, porque le afectaría. Me río con mis amigas, primas, nietos y mi esposo.

Encuentro humor en lo ridículo, incluso en las torpezas de nosotros los adultos. Si algún político me molesta, me voy a Twitter y me río de él con los demás. Sonrío fácilmente por la poca importancia que tienen la mayoría de las cosas que nos sucede en la vida, en comparación al verdadero dolor, pero a veces estoy llorando, un poquito, por dentro. ¿Estaría Papi riendo por fuera y llorando por dentro cuando cantaba en el hospital, sabiendo que nunca volvería a la casa, para que Mami y yo no lloráramos? ¿Lloraría por las noches como yo? Eso yo nunca lo voy a saber, pero sí sé que sonrío como él lo hacía.

 

Una muerte es un misterio,
unos quieren aplaudir
pero otros suelen decir
el fin es el cementerio.
No comprendo ese criterio,
lo más importante ahora
es que mi alma solo añora
conectarse con la tuya.
Y mi angustia disminuya,
cuando este corazón llora.

 

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