Cuando estamos pisando una edad en la que ya nos asomamos a ver el atardecer de un día cualquiera, con la aceptación serena de que la vida se nos va como esa puesta de sol que nos cautiva, allá, donde se atisba una bandada de gaviotas que regresa entre graznidos fatigados y donde el horizonte marino se confunde con el firmamento entre serpentinas de nubes rojizas, anaranjadas y violetas, que se estiran como preparándose a descansar de sus desplazamientos diarios, aparece algo que logra hacernos sentir una vibración que denota alegría y no es para menos: nos preparamos entusiastas a celebrar cincuenta años de un suceso que a primera vista no representa nada especial para aquellos a los que la vida les pasa al margen, pero que, para los que lo vivimos establece un hito muy marcado en nuestro destino trazado por nosotros  o ya predeterminado.

Eso no lo sabemos con certeza, puesto que no podemos asegurar cuál de los senderos es el que lleva la razón (y todavía hay un tercero que viene siendo una combinación de los dos anteriores, a decir de muchos). Ese hito nos delineó en ese momento el porvenir a una edad en que nos decía que la vida de adolescente despreocupado por los giros del mundo, había terminado y a partir de allí, nos tocaba enfrentar un mundo nuevo, distinto, misterioso y emocionante que nos esperaba en otro lugar, lejos de todo lo que se formó con nosotros y que irremediablemente dejábamos de lado para echar a andar por esa línea inquietante que se vislumbraba.

Lo que surgiera desde ese momento en adelante en la vía  ya no sería una competencia sana como la que llevaba un grupo por demostrar quiénes eran los mejores estudiantes, aun cuando ni siquiera se pensaba entonces  en el rendimiento para el promedio, pues no era situación “sine qua non” para iniciar estudios universitarios, sino, porque era una manera de mostrarse  ante la comunidad como buenos estudiantes, un “cerebrito” se decía entonces. Desde ese momento la lucha y el reto sería ante sí mismos por alcanzar el sueño de  llegar a ser profesionales de la República. Muchos lo lograron, otros no pudieron, por circunstancias diversas y valederas todas y no es nuestra intención mostrar quiénes sí y quiénes no, más bien es  hacer ver que el encuentro con la vida era un reto al futuro y no había vuelta atrás.

Iniciábamos así la andanza en ese camino, para ya no volver a ser los que éramos hasta en ese momento, cuando logramos culminar el bachillerato, constituyéndose así, la Primera Promoción de Bachilleres del liceo “Víctor Manuel Ovalles” del pueblo de Tucupido, en el estado Guárico, en  Venezuela.

 


Mucha agua ha corrido debajo del puente, desde entonces. El abanico de caminos tomados nos llevó a cada uno a iniciar un largo viaje.  Algunos seguimos el trazado de no retorno y hoy, a tantos años de haber salido del poblado, regresando esporádicamente a pasar un rato con nuestros seres queridos que a estas alturas de la vida ya no están, vemos con nostalgia pasajes de ese momento sembrado en nuestra fibra más profunda, porque lo que nos ayudó a formar el perfil de personas honestas, humildes y sin malicia, no llegó a borrarse jamás. Quienes se quedaron en el pueblo, han dejado huellas de personas responsables ante la comunidad y han sido ejemplo a seguir por generaciones posteriores en jornadas propias de la región, como lo es, la cría de ganado y siembra de rubros alimenticios, así como el destacarse en el comercio, en el deporte, y hasta en la política que siempre ha sido un terreno minado donde se requiere de mucho tacto para su desarrollo ideal.

Quienes salimos a buscar un nuevo amanecer por parajes muy alejados del suelo natal, hemos trazado una semblanza de servidores en diversas áreas que nos ha hecho  dejar una imagen de buenos ciudadanos en el ambiente que escogimos para vivir. Y quienes fallecieron prematuramente, con la resignación ante lo inevitable, fueron buenas personas, muy queridas y por siempre recordadas. Elevo  una oración por todos  ellos. Todas estas reflexiones se vuelcan en un conjunto de emociones desperdigadas. Por una parte, volvernos a reunir con amigos de siempre con quienes compartimos acciones que hoy en día nos hace dibujar una sonrisa ante lo sencilla e ingenuas que eran; por la otra, comprobar que el sentir profundo que nos identifica como parte integral de la atmósfera que envuelve al poblado, sigue latente en ese ritmo algo cansado del corazón.

 

Y finalmente, por traer algo de jocosidad, la emoción de lo que pudiera manifestarse en algunos de nosotros, sin alusiones específicas, como lo sería la curiosidad de atizar aquellos primerizos sentimientos de amor que pudimos empezar a sentir hacia otro(a) condiscípulo(a) de grado y que nunca llegó a consolidarse, pero que pudo haber sido de largo y sostenido alcance ante la pureza y sinceridad con que nacieron esos primeros escarceos amorosos. Estas remembranzas vienen a colación, porque nos preparamos a celebrar –totalmente justificado, además – el Cincuenta  Aniversario de nuestra graduación de bachilleres, y cuando volvemos el rostro ya trajinado por los años, hasta ese momento, nos ponemos a pensar que, después de todo, la vida ha sido buena con nosotros, a tal punto de permitirnos este reencuentro. Saludo a todos mis compañeros de promoción y, si Dios quiere, nos volveremos a ver en julio de este año 2022. Que así sea.

 

 

 

 

 

 

 

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