Cuando estamos inmersos en un proceso de creatividad, viéndonos hacer algo que nos gusta sobremanera, pensamos y actuamos a su alrededor de forma entusiasta y con esas ganas intactas por seguir haciéndolo, sin aminorar ni por un momento. Esto vale para todo lo que nos rodea y con aquello con lo que estamos familiarizados.

Ocurre así en cualquier acción que emprendamos, a menos que se presente un percance que nos impida, ya de forma total, poder hacer lo que veníamos haciendo, aun cuando el deseo permanezca latente y solo se diluyera si llegare a perderse la facultad física o mental (O ambas), para seguir.

Pero, en el caso del escritor no se ve muy claro ese momento en el cual tomamos la determinación de dejar de escribir, que es lo que hacemos, ya que, independientemente de la edad que nos va arropando, como aquellas telas que al flotar en el aire se esponjan para dejarse caer con suavidad,  el empezar a sentir pereza, cansancio, pesadumbre o desazón  al sentarnos frente al teclado, pudiera ser indicios de que las ganas de escribir empiezan a irse, como la corriente de agua que, orillada, va desplazándose por el pozo de las alcantarillas, hasta que  se pierde en lontananza.

La edad para escribir, en sus inicios, se predice fácil, relativamente. Se habla de la treintena o de las cuatro décadas para publicar una primera obra que afinque al autor en el colectivo literario y si a ello se une un número notable de ventas, porque el libro se haya establecido en el mercado, hasta llegar a consolidarse como un bestseller, pues, consumatum est. Sin embargo, no siempre se cumple este axioma y lamentablemente en el camino del paso del tiempo, se van quedando a la vera, escritores cuyo talento no se logró descubrir o nunca se llegó a mostrar ante el gran público que tiene por norma la práctica de la lectura como una fuente que nutre el conocimiento en diversas áreas , sobre todo, cuando el ambiente cultural donde se mueve ocupa un espacio muy definido en aquellos sitios de conversación visitados de forma frecuente, generalmente después de un día cargado de trabajo y a manera de bálsamo para aquietar las inquietudes del alma, luego de ese día azaroso y de poco rendimiento en la producción, que es para lo cual nos contratan y tenemos que dejar agazapados el deseo y la necesidad de escribir.

Este es el caso más representativo en las personas que sueñan con alcanzar un sitial en el gusto y la preferencia de los lectores que muestran una conducta precisa en su disponibilidad de tiempo donde el orden y la disciplina se mueven con cada cosa en su lugar y la adquisición de libros es un punto marcado en ese quehacer rutinario de ese ciudadano del medio urbano.

De modo que se puede ver con precisión aquel momento en que las riendas de la inquietud por comunicarse se muestran desplegadas, como si fueran latigazos al aire que resuenan y resuenan.

Sin embargo, Una cosa es dejar de escribir porque queramos y otra es dejar de hacerlo, porque ya no podamos. Dejar de hacerlo, porque ya no queramos es ver o sentir agotarse las ansias de contar. A fin de cuentas, narrar a otros aquella inquietud que nos llena la mente a cada momento, es sacar lo que nos ronda y nos llena como si fuéramos una vasija que no se rebasa, sino hasta que terminamos. Pero ¿hay una relación entre lo que contamos y lo que se lee?, debe haberla, porque los que leen, también mantienen una conducta disciplinada, para esperar con calma lo que su escritor de cabecera está terminando de crear, para lanzarlo al mundo, como se bota la nave hacia el mar, después del botellazo, en un comienzo de navegación por el misterioso espacio marino.   Es en ese momento cuando entra el lector, para acompañarlo con su mirada dispuesta a sumergirse en ese mundo que se le abre por la generosidad de parte del autor y entonces, ambos se llevan de la mano, para echar a andar el camino abierto y emocionante hacia espacios maravillosos que se van mostrando.

Ha habido autores que confiesan no sentir ningún placer por escribir sus historias, y solo lo hacen, porque constituye un medio de sostén económico,

en el mejor de los casos, o como complemento a la remuneración que obtienen en el cumplimiento de un horario de trabajo de oficina que le resta energía para abordar el tema literario que le espera en el escritorio mal iluminado de un rincón del pequeño apartamento donde se aloja. En esos casos, no puede hablarse de ir perdiendo las ganas de escribir, porque nunca se ha tenido, en realidad, aunque se adentre por esos senderos mágicos que recorren en cada tiempo que le dedican a la obra que van moldeando, hasta conformar una historia casi sin aristas de imperfecciones en la creatividad. En aquellos países donde la cultura escritora y lectora van al unísono y cumplen una especie de ritual, acorde con los cambios de estación climática, es casi un deber procurar escribir y publicar de manera anual, como si ello constituyera una línea de expresión que se cumple para satisfacer las ganas de los que esperan esas nuevas obras que surgen de manera periódica.

No obstante, no podemos dejar de reconocer autores que han pasado toda su vida escribiendo, aun cuando ello no represente un rendimiento productivo de manera holgada que cubra sus necesidades básicas y más allá.

Esos escritores sienten que sus fuerzas físicas y mentales se van diluyendo cuando lo que escriben no les deja un sabor de satisfacción en el paladar, sino que, a medida que van revisando los pasajes, van conformando una especie de desencanto por lo que han escrito. Es allí, cuando se empieza a perder el entusiasmo por el desarrollo de la obra en cuestión y las ganas de dejarla de lado van ganando terreno en el ánimo de crear. En mi caso particular, he llegado a una edad en que siento que el deseo de dejar algo que, por lo demás, tiene poca difusión y lectura, imponiéndome una disciplina por cumplir diariamente con agregar, aunque fuese un párrafo, se va diluyendo y más son las veces en que me voy quedando con mayor tiempo en una especie de limbo donde la nada flota y no logro vislumbrar lo que se enlace con lo que ya llevo escrito. Es cuando el deseo de pararme del escritorio se va posesionando de toda actitud que muestre por seguir. Muchos autores lo sintieron recorrer toda voluntad y tuvieron la determinación de dejarlo todo y empezaron a pensar en otra cosa que complementara su quehacer diario y ya, de plano, dejaron de escribir. Creo que empiezo a sentirlo.

 

 

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