En las regiones más recónditas del territorio venezolano, aún quedan trazas de las costumbres que las identificaban en tiempos idos. Y permanecen, como si fueran constancias de identidad. Las tradiciones señaladas en el calendario que les daban esas características se guardaban con mucha rigurosidad en la primera mitad del siglo XX.

 

Tal es el caso de la Semana Santa en esos pueblos llaneros, donde se esperaba con profundo misticismo su llegada para cumplir de manera estricta con sus actos ceremoniales; así como los eventos de carácter social que se ponían en práctica en las casonas de las familias más representativas de la comarca. Eran tiempos de juegos tradicionales, como pegar metras, ensartar perinolas, bailar trompos, volar papagayos, quebrar zarandas y el juego de salón de poner o sacar caramelos de coquito según el número que apareciera después de bailar un trompito con sus caras talladas numéricamente, lanzado por los jóvenes enamorados de alguna muchacha de la familia, alrededor de los muebles de recibo. Pero también eran tiempos de salir en grupos por esos montes de Dios, a recolectar ciruelas sin tener mucho en cuenta las recomendaciones de los mayores, acerca de tener cuidado, pues, para esos tiempos también se soltaba al diablo, decían, para tentar hacia el pecado a los hombres y mujeres de esos villorrios. Este relato está centrado en esos días de Pascua cristiana.

Mariú era una muchacha alegre y voluntariosa que ignoraba los consejos de su madre cuando la alertaba sobre no salir tanto a visitar casas vecinales.  Cumplida la Cuaresma, en los hogares de las matronas más respetadas del terruño, se hacían preparativos caseros para la llegada de la Semana Mayor. Pero en toda casa, hasta en las más humildes, se ponía mucho empeño en cumplir con las tradiciones más acentuadas, corriéndose de boca a oreja, las advertencias de estricto rigor. Se decía que Jueves y Viernes Santo no se podía lavar, porque se lavaba la sangre del Señor, no se podía comer carne roja, porque se estaba comiendo el cuerpo del Señor, nadie se debía bañar, porque podía salir escamas en el cuerpo, como a los peces y culebras, y nadie debía salir solo, ya que se podría encontrar al Penitente, especie de duende errante que deambulaba rumiando su pena, atormentado por todos esos contornos del monte adentro, íngrimo y solo. Puro folklore. Tal vez.

Ese día, se jugaba una partida de trompitos en casa de doña Luisa de Pérez, honorable matrona del poblado, con cinco muchachas casamenteras. Mariú se propuso asistir, porque en ella también fluía la sangre joven que buscaba vivir la emoción, apenas controlada. Sin esperar el permiso de su madre y haciendo caso omiso sobre el diablo suelto para esas fechas, se escapó por el postigo mal cerrado de la empalizada del traspatio. Era la hora indefinida entre la tarde y la noche y, cosa rara, a todo lo largo de esa calleja estrecha, no se veía a nadie. Siguió caminando y entonces, a lo lejos, empezó a escuchar un silbido agudo, quejumbroso y chillante, como de brisa resoplada que se acercaba, cada vez más.

Esto que sigue se los cuento, como me lo contó mi abuela. La ventolera, convertida en feroz remolino de polvo que cambiaba zigzagueante a cualquier dirección, alcanzó a chocar a Mariú y, a mitad de cuadra, con su chillido pavoroso, la alzó en vilo, elevándola a gran altura del suelo. Espantada, sacando fuerzas desde lo más interno de su fe, gritó a todo pulmón ¡Madrina! ¡Madrina! Y fue así, ante este llamado angustioso a esa figura maternal y protectora, cómo el diablo, transformado en ventarrón o en lo que aquella cosa fea fuere, la bajó hasta el suelo. Al salir los muchachos que jugaban, alarmados por los gritos desesperados de Mariú, la encontraron arrodillada, presa de pánico, con los ojos bien abiertos y la mirada vidriosa, fija en dirección hacia donde se había perdido el espanto.

Pasados unos días, Mariú pudo contarle a su madrina, mi abuela, todo lo que había vivido en ese trance. Y al paso de los años, cada vez que se acerca una semana santa, revivo esta historia de aquellos tiempos. Cuando el celo por guardar las costumbres de las fechas tradicionales de los pueblos era un asunto muy delicado para cumplir. Tal como se desprende de este relato.

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