Hacía rato que el joven águila daba vueltas en un giro armonioso y silente, dibujando un trazo firme de circunferencia. Había divisado con su potente vista y a esa considerable altura, la pieza que estaba obligado a atrapar para asegurar su  supervivencia. Pero el acecho circular le despertó nuevamente el deseo de mejorar cada vez más su vuelo alto y sereno. Admiración de todo aquel que lo veía pasar.

Alguna vez oyó hablar a los más sabios de un Dios que perseveró por hacer del vuelo, un arte. Fue tanto así –decían– que, cuando pudo dominarlo a la perfección, atravesó barreras de lo natural para alcanzar otros niveles de evolución. Sonreía cuando recordaba estas aseveraciones. Tenía claro que Juan Salvador Gaviota había sido único entre todas las variedades de aves.

 

En uno de esos giros, todo aquello que envolvía su pensamiento se diluyó, cuando el pequeño roedor, seguro de que el peligro había pasado, abandonó su escondite, saliendo a campo abierto.

 

Entonces, el brioso aguilucho, afinando su vista espectacular, se dijo:

 

–La perfección del vuelo puede esperar. Por ahora, debo cumplir con el instinto. –Y se lanzó en picada rasante para asegurar el alimento del día.

 

           –La estela de Juan Salvador Gaviota, seguirá estando allí –siguió convencido. Y remontó majestuoso hacia lo alto de la montaña, llevando su presa atenazada entre sus uñas corvas de garras aceradas.

 

 

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