Cuando regresaba en un vuelo desde la isla caribeña de Margarita, Venezuela, y venciendo el nerviosismo que el viaje en avión provoca, a pesar de tener presente lo que siempre nos dicen acerca del promedio de accidentes aéreos, distraía la mirada viendo el paisaje costero que comenzaba a asomarse a lo lejos.

Cuando el horizonte terminó de trazar la línea de irregularidad del relieve montañoso de la costa, haciendo que me fijara con mayor detenimiento en ese muro que se antepone al mar Caribe, sentí una inquietud, bien fundamentada, además, porque desde pequeño el ambiente natural me ha atraído como un imán.

El cielo despejado y la hora del día que avanzaba al acercarnos al aeropuerto, contribuyeron a hacerme sentir dos momentos emotivos diferentes, pero superpuestos y la sensación se balanceaba como un columpio de forma casi simultánea, entre uno y otro momento.

Por un lado, el perfil montañoso de selva nublada que caracteriza el bioma del Ávila y sus serranías, incluyendo el pico Naiguatá, me daba una sensación de plenitud al ver desde esa perspectiva, la figura, siempre majestuosa, de la cadena montañosa que tanto dio que hablar por todo el mundo, por el deslave ocurrido en el año 1999, finalizando el siglo XX.

Ver la dimensión del Guaraira Repano, como le dicen ahora, retomando la denominación aborigen, me hizo también intuir el poder de la naturaleza y por contraste, la pequeñez del hombre, a pesar de hacerlo desde una máquina de alta tecnología que habla del avance de la humanidad en lo que respecta al dominio del medio de transporte para cubrir la distancia geográfica.

El ambiente que se dibujaba me envolvió en su inmensidad y me dijo que nadie debería tratar de querer ser Dios, pues, la estatura que alcanza el ser humano en su justa dimensión, es insignificante ante lo que se me mostraba desde la ventanilla del avión.

Esto me hizo pasar de la emoción o emociones entrelazadas, hasta la meditación acerca del destino del hombre, sumergido en una vorágine de actividad diaria que lo obnubila y lo condiciona para actuar como un autómata, saliendo cada día a buscar la manutención de los suyos, arrastrando sus pasos por esas calles.

Lo plasmado en esa escena panorámica que divisaba y el recuerdo de cuando los ríos y torrenteras bajaron con un estruendo fuera de toda proporción me daba la idea de que lo ocurrido rebasaba el cálculo que hombre podía hacer desde su posición de actor protagonista de este drama vivido, ya cercano a cumplirse las dos décadas del hecho.

Pero también me dio la certeza de que tiene que haber Algo por sobre nuestra capacidad de razonar que nos dice que ante paisajes como el que veía en aquella franja costera, impresionante por su majestuosidad y belleza salvaje, deberíamos ser humildes y reconocer la presencia de lo Supremo que lo delinea.

Luego de un rato de recorrer el entorno urbano que reconocía desde el aire, salí de mis emociones encontradas, cerré mis ojos y agradecí en silencio a lo Inconmensurable, cuando se estaba llegando en un aterrizaje suave y en calma. Igual deben haberlo hecho los otros pasajeros.

Y no sé, pero a esta distancia de tiempo entre ese vuelo y donde me encuentro ahora, todavía mantengo la misma sensación de que debe haber Algo por sobre nuestra capacidad de ser, razonar y actuar. Y si no es así, pues, tampoco hace daño pensar en que sí lo hay. Sobre todo, en esos momentos de andar por los aires y abogar por un viaje feliz. Eso creo.

 

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