Me hice implantar un corazón robot cuando me di cuenta de que sentía demasiado.

Lo sustituyeron por el mío, el que me vino al nacer, ya muy deteriorado de tanto uso. Me pareció estupendo el cambio: yo no estaba muy contento con ese corazón defectuoso del que era incapaz de entender su manejo. Debía tener una tara, un fallo, un error imperdonable que convertía mi vida en un suplicio hasta el punto de compararme con las personas de mi entorno,  a las que veía, sin duda, mucho más felices que yo.

Llevaba ya algún tiempo bastante acomplejado, me sentía diferente. Llegué a tener largas charlas y debates con los más allegados, conversaciones que me hicieron ver que yo era distinto al resto y que estaba metido en un buen problema al haber nacido con un corazón que siente, que tiene sentimientos.

Esas personas no entendían cómo yo podía llevar una vida normal teniendo que soportar cosas como el miedo, el dolor o el cariño. Me aconsejaban desde su cerebro que tomara medidas urgentes porque así no podía continuar un día más, que anulara ese corazón tan visceral e infantil de manera radical,  pues sólo iba a traerme problemas y a impedir que pudiera integrarme con éxito en esta sociedad,  donde lo que importa son las ideas y los pensamientos, y no las tonterías y equivocaciones que a buen seguro me haría cometer un órgano absurdo, cuya única función debe ser la de bombear sangre al cerebro para que éste pueda pensar con nitidez, porque ésa es exclusivamente la misión del ser inhumano. “El pensamiento es el progreso, y no hay más”.

Tengo una amiga, a la que yo quería mucho y ella a mí no, que me propuso lo del cambio de corazón. Por lo visto soy un bicho raro. Me aseguró que había conocido otros casos de personas con el mismo problema, pero eran niños, ni siquiera adolescentes, eran niños muy pequeños que sentían cosas, como yo.

“Con el tiempo se curan, se les pasa, maduran, ya no sienten, sólo piensan y trabajan, son productivos, y lo demás son chorradas”.  Fueron sus palabras.

Me costó encontrar un cirujano que quisiera afrontar una operación tan inusual. Me llevó años dar con él pero al final lo conseguí.

Ese día, el de la intervención, me desperté muy nervioso, aunque mi decisión estaba tomada, no albergaba duda alguna.

Unas horas de quirófano, unos días de convalecencia para comprobar que, en efecto, el corazón de goma bombeaba sangre con normalidad, y a casa.

Han pasado ya dos meses y empiezo a estar en igualdad de condiciones con el resto de las personas: formo parte del grupo y ya no soy la oveja negra y sensiblera. Tengo al fin la sensación de que se me acepta en la jauría. He triunfado.

Y sin embargo echo de menos el dolor, el dolor sí que era mío, y este corazón no tiene.

 

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