En el transcurrir lento de una tarde aleatoria repleta de sol, las hierbas y los arbustos del entorno se unieron para iniciar una protesta después de que las gigantescas ramas del viejo árbol volvieron a estirarse como elevando una plegaria al cielo, para beberse con una ansiedad que daba gusto, la luminosidad que esa tarde generosamente esparcía por el espacio circundante el astro mayor. Esa acción le ponía punto y ya basta a la paciencia sostenida estoicamente por los otros integrantes de la comunidad vegetal, que los había llevado a tomar esa decisión sin precedentes,  incluso, desde que sus ancestros se establecieran en las riberas del impetuoso río en aquel borroso pasado.

–No es justo –dijo la joven hierba, ante un ambiente expectante.

–Nosotros (Todos, quiso decir) ocupamos el mayor espacio al que podemos aspirar, realizamos la misma actividad que cumple este gigantón y  ni siquiera podemos contar con  el total de luz que nos corresponde en un día como este del proveedor perenne, porque su fronda, explayada como una carpa de circo a todo dar, la engulle para sí, dejándonos apenas unas tiras de luces para subsistir –siguió imparable en su enérgica protesta.

–Así es –le secundó de inmediato un arbusto plantado a poca distancia del grupo de hierbas que, conjuntamente, esa tarde habían decidido finalmente pasar a la protesta.

–La luz solar que precisamente se esparce hoy, no nos llega en suficiente proporción, para cumplir a cabalidad nuestra función fundamental; por lo que nos vemos en graves aprietos para producir nuestro alimento y la purificación del aire que tanto necesitan los demás organismos que dependen de nosotros para vivir –añadió, conocedor de que pronto vendría la brisa, compañera de la noche, y se llevaría sus palabras, regándolas por todo el vecindario.

–Y por si eso no fuese suficiente –terció una hierba rastrera que se extendía serpenteándose muy oronda por todo el terreno-, el tiempo de vida de nosotros es muy corto, comparado con esa mole, porque, o somos pasto del ganado y otros animales silvestres o los humanos nos arrancan para abrirse caminos –terminó. Con la ira recorriéndole de punta a punta y en horizontal todo el talluelo.

El centenario árbol se sintió herido. La protesta iniciada por sus vecinos circundantes  le había llegado muy adentro. Lacerando la médula misma de su espectacular tronco y recordó que, siendo un arbolito, se había propuesto crecer y subir a lo más alto; hasta alcanzar el cielo –decía–, cuando le preguntaban hasta dónde pensaba llegar. Sin embargo, no respondió a las aireadas quejas, porque recordó también que, desde siempre, su tupido follaje había sido refugio de innumerables aves que lo buscaban para construir en lo intrincado de sus ramas  los nidos más seguros y con ello, preservar sus crías de otros enemigos naturales, en la dinámica constante del ambiente.

–No, no había sido en vano su crecimiento –se dijo, pues cuando el caudaloso río se soltaba, rugiendo y saliéndose de su cauce, sus protuberantes raíces servían de muro contenedor, mitigando la furia de aquellas aguas que fácilmente hubieran podido arrasar con toda la flora y fauna que habían escogido ese ambiente como su lugar de vida –se animó con  su apreciación. Al rato, sus cavilaciones fueron rotas, cuando una bandada de garzas blancas, de plumaje brillante, llegó para pernoctar en sus acogedoras ramas, justo a tiempo.

El crepúsculo empezaba a despedirse en todo ese espacio verdoso. Ese intervalo de tiempo transcurrido lo entusiasmó. Una reacción tímida y silenciosa. No había para más.

Entendió entonces que, si bien su desproporcionado tamaño en aquel ambiente pudiera desentonar, su propósito era servir de descanso y recogimiento a otras especies, cuando la noche comenzara a desplegar su manto. Y eso lo reconfortó. La protesta se disipó con el señorío inminente del anochecer, dejando algo de resquemor agazapado en la savia circulante que permitía las funciones básicas de todos. Pero dentro de sus cavilaciones vio que la comprensión también viajaba en esa savia, como un equilibrio justo y necesario.

Mañana pudiera haber entendimiento. En eso confío –musitó. Y balanceó rítmicamente sus hojas al murmullo de una brisa conciliadora que venía soplando, abriéndole paso a la noche.

 

 

 

No Hay Más Artículos