UNA CARTA DE DESAMOR (Primera parte)

 A ti, que no la leerás:

Después de pensarlo, dando vueltas en el lecho, hasta inicios del amanecer, hoy te escribo esta carta. He tomado la determinación de hacerlo, porque quiero decirte lo que me navega en la mente, como si anduviera por un mar infinito, viendo siempre un horizonte lejano y sin llegar a puerto y porque no encontré otra forma de comunicación que me permitiera soltar todo lo que he amarrado en relación a tu ausencia y, además, con detalles minuciosos. Pero, déjame saludarte ante todo y expresarte mis mejores deseos por que tengas una feliz navidad, en una vida lograda y plena. Nunca pensé que una carta escrita en esta época de tecnología avanzada, conservara la facultad de llevarse lejos las palabras que nos causan dolor espiritual, que duele tanto como el físico, y nos permitiera abrir la imaginación, como se abre una flor de cayena, para viajar aferrado a ella, hasta su punto de llegada y ver qué reacción provoca en el sentir del destinatario.

Comienzo lo que te quiero decir, por aquel día en aquella estación del ferrocarril recién inaugurada, cuando decían que iba a colocar a la población a unos pasos del progreso. Pero nunca se logró. Disculpa, me distraje un poco. Sé que al leer la misiva no se reflejará ninguna reacción en tu rostro, como no sea la indiferencia total, ya que eso fue lo que evidenciaste aquella mañana lluviosa y gris, cuando subiste al tren de esa hora marcada para partir y me viste al vuelo en el andén, parado desde la distancia, solitario. Sabía que te ibas lejos, a iniciar tus estudios universitarios y te confieso que yo también lo habría de hacer más adelante, pero a un lugar distante adonde tú lo hiciste.

En los meses siguientes después de tu partida, hice una costumbre inveterada dar un paseo por los alrededores, con mayor énfasis en las tardes sabatinas y siempre terminaba en la estación del tren de cercanías y me detenía a ver la llegada de los usuarios que volvían a casa luego de sus actividades de ese día, esperando (iluso, yo), que tú volvieras entre la muchedumbre que bajaba al andén, porque estaba seguro de que distinguiría entre todos tu figura y tu andar cadencioso que llevaba vivas en mi memoria, como se lleva la imagen de algo venerado y no me daba cuenta de que el tiempo lo cambia todo, hasta que esas imágenes se convertían en sombras intangibles, traslúcidas, sin forma y luego en volutas de humo que se disipaban confundidas  en el sopor del aire enrarecido por las vivencias que cada pasajero soltaba, como liberando un peso sostenido que llevaba a cuestas desde antaño.

Y así estuve, hasta que me convencí de que nunca volverías. Entonces, yo también me fui. Y, hasta el sol de hoy, nos distanciamos totalmente tanto en lo geográfico, como en lo emocional, tú más que yo, seguro. Pero hace pocos días supe de ti, de una manera fortuita, y es ahora, en la quietud de mi estudio, al salir mi mujer de compras navideñas con los nietos, cuando escribo la carta, para sacudirme ese fantasma del pasado que se revolcó en la fosa del olvido donde creí haberlo dejado o tal vez lo hago porque la atmósfera de aires navideños se presenta propicia para despertar nostalgias que dejamos arrumbadas en un rincón del corazón. Como quiera que haya sido, tomé la decisión de hacerlo en nombre de nuestro romance de adolescente, ya carente de amor pasional, de lumbre amorosa, que me hizo derramar lágrimas hasta el exceso y que por ello, te confieso, me quedé vacío de ese tipo de emociones desde el día de tu partida.

Oye (o lee, sería lo correcto), nunca he alcanzado a explicarme cómo fue que se te olvidó todo lo que vivimos en nuestra relación sentimental, pues, por muy corta duración que tuvo, fue una relación de amor. Intentaré que lo recuerdes: todo comenzó cuando coincidimos en el nivel de grado de estudios de la secundaria. Era el segundo curso y allí estábamos todos y tú sentada en la fila contigua a la mía y yo te veía con unas miradas aderezadas con las canciones de Raphael y Sandro que me daban un aire de romanticismo, hasta que el profesor de la asignatura en turno me sacaba de ese trance, porque lo único que quería era verte en detalles para grabarme cada gesto que hacías con una gracia que no he vuelto a encontrar en ninguna otra mujer (salvo en mi esposa, se entiende) y que me disculpen todas las damas que alguna vez estuvieron cercanas a mí. Tú también me veías, no hay que ser, y yo sentía aquellos ojazos paseándose por mi rostro como las afeitadoras que rasuran con una suavidad de envidia. Claro que en aquel entonces yo todavía no me rasuraba, pero hoy, en este resumen que te hago, viene al pelo la comparación. No es juego de semántica, te lo aseguro. Sin embargo, no me atrevía a dirigirte la palabra más allá de algún saludo de cortesía y uno que otro comentario y me angustiaba porque las cosas no avanzaban por donde tenían que ir…

 

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