Comencé a escribir a eso de los quince años. Por supuesto, me refiero a escribir como aquel proceso creativo en el que pretendía hacer literatura. Mi educación de primaria no fue tan nefasta, y con once años se supone que ya me habría familiarizado con las minúsculas. La cosa es que, cuando llegué a la conclusión de que quería ser escritor y, sobre todo, dedicarme a tiempo completo a ello, me prometí a mí mismo que, jamás, iba a gastarme un solo euro en el proceso.

 

Durante este proceso de labrarme una carrera como escritor, he hablado con varias editoriales que, o bien se dedican principalmente a la autoedición, o te intentan vender lo de la coedición (a escote). Lo cierto es que una de estas últimas ofertas me la pensé detenidamente, pero al final fui fiel a mi promesa, sumándole, además, el hecho de que dejaran de responder a mis mensajes, viendo claro el vacío al que nos dirigíamos.

 

Tengo varios motivos por los que me niego a publicar por este medio: el principal, y que no responde a mis ideales, es que estoy sin blanca, pero, aun pudiendo permitírmelo, el segundo motivo nubla al primero; si de verdad no quieres ver todo esto, este mundo del arte, como un frío negocio, al pagar para llevarlo a cabo estás dándole prioridad al dinero. Es sencillo verlo como una inversión, puesto que puedes ganar dinero vendiendo los libros que tú mismo has pagado, además de que ya podrás poner en tu currículo literario que tienes un libro en papel, o formato físico, si quieres decirlo correctamente. Pero, no sé, me parece algo absurdo que pagues por eso. Es como el camino más sencillo, como si te compraras un título de máster. No tengo una experiencia demasiado amplia, la verdad, pero sé que he aprendido de los rechazos editoriales. Desde mi punto de vista, no debes acudir a este tipo de publicaciones hasta que hayas acumulado unos diez rechazos de editoriales con un sistema más tradicional. Incluso con esos diez rechazos, tampoco acudiría a esas editoriales; es mejor escribir otro libro y, a la vez, seguir intentando vender el primero. Ya tienes que creer fervientemente que tu primera obra, la que quieres publicar aunque sea pagando un buen dinero, sea una obra de arte. Además, te estarías perdiendo el maravilloso mundo de la cascada de correos; que, sorprendentemente, por pura casualidad, tu manuscrito les ha llegado a la editorial justo cuando ya han cerrado el catálogo de ese año, o cuando tus escritos no encajan con la línea editorial de aquella revista literaria. Cuando aprendes que no hay que temer a una web donde aceptan colaboraciones solo porque acabe en .blogspot, ya que asumes, a regañadientes, que Bécquer no se apoderó de tu cuerpo la noche anterior.

Como ya he dicho antes, conozco a varios editores de este tipo, y para nada tengo nada en contra de ellos. Me refiero a la persona, no a sus sistema de negocio; la mayoría son verdaderos amantes de la literatura. Tan amantes, que incluso se han lanzado al mundo empresarial para publicar las obras que a él o ella le gustan ¿Ves a lo que me refiero? Son personas muy leídas, con aspiraciones e inquietudes literarias, y no solo como editor, sino que como escritor también. Lo que les ocurre, en la mayoría de las ocasiones, es que no quieren (o no pueden) hacer más sacrificios de este tipo, por lo que si publicas con ellos y les pagas un dinero por ello, van a un negocio seguro; puede que tú salgas perdiendo, pero ellos ya han cobrado. Y no descarto que algunos planeen en un futuro, cuando hayan recaudado lo suficiente, reelaborar su estructura a una tradicional (vamos, que te pagan por libro vendido). Ten en cuenta que sí, montar un negocio, solo montarlo, ya cuesta un dinero.

 

Ahora, estos editores no me caen excepcionalmente mal, aunque no los conozco a todos y seguro que algún cabrón hay, pero como los hay estadísticamente en cualquier parte del mundo — no nos engañemos, hay hasta políticos hijos de puta, y diría más; los hay incluso que son buena gente— . Los que de verdad me dan muchísima rabia son algunos de los escritores que publican a golpe de billetera. Tal y como he entablado contacto con editores, con escritores lo he hecho el doble de ocasiones. Hay algunos que vale que se lo pueden permitir, y pueden hacer con su dinero lo que les salga — incluso dármelo— , pero no permito que me hablen como si fueran la reencarnación de Borges. Te miran con condescendencia, juzgan como si tuvieran la potestad para hacerlo. A lo mejor estás hablando con ellos tan tranquilamente hasta que sacas el tema de que también eres escritor. En ese momento, te sugiere que le des algo tuyo para leerlo y, si así lo haces, al instante sacarán unas gafas de algún rincón secreto de su cuerpo y, con mano en la barbilla, sujetando su gran cerebro, comenzarán a leer. En mi caso, uno de esos intelectuales leyó algunos de mis poemas, dijo que el segundo le gustó especialmente, y me miró como esperando que mi vida hubiese cambiado porque él me dijo que tengo potencial. Mi respuesta fue clara y concisa: vale, gracias.

 

No es cuestión de humildad, es de poseer algo de lo que jactarse. Si me das mil cuatrocientos euros estamos en igualdad de condiciones. Esos escritores no deben esperar respeto por tener un libro con un ISBN — a veces parece que es lo único que te caracteriza como escritor— . A lo sumo se le puede envidiar sanamente por tener dinero y tú también querer de eso. Puede que tu contrato de autoedición te conceda una tirada de ciento cincuenta ejemplares y el mío no llegue a cien, pero al menos los billetes de mi cartera están intactos — al igual que el condón que llevo en ella, pero ese es un tema del preferiría no hablar— .

 

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