Una de las historias más extrañas que me hayan contado la escuché y la viví en el cementerio de trenes de Uyuni. Éste es el nombre de la ciudad capital de la provincia de Antonio Quijarro,  en una zona desértica, específicamente del desierto de sal más grande y más alto del mundo.

Está ubicado en el sudoeste de Bolivia, a 3.663 metros sobre el nivel del mar.

La ciudad está a pasos del salar, sus calles polvorientas son fiel reflejo de lo seco del clima. Ciertas zonas de la misma, y en medio de la noche, se torna siniestra, oscura, y sólo transitada por perros hambrientos que deambulan, en busca de comida, entre la basura acumulada en sus esquinas, hasta que el servicio municipal pasa a recogerlas.  Es pintoresca en las horas de luz; pero asusta en medio de la noche.

Una tarde que terminaba en un hermoso y rojizo atardecer llegué al cementerio de trenes de la ciudad. Era parte de un contingente de turistas que, cansado tras una agotadora jornada, sufría unos temblores incontrolables, producto de escalofríos. Aclaro que no era el miedo la causa del temblor, pues estaba el lugar con un tono cálido de la arenisca, de las piedras, más el rojo oxidado de las chapas y los hierros de los desvencijados esqueletos de las antiguas máquinas a vapor. Sin embargo, es cierto que no podía contener el temblor, cual vara de junco ante la brisa temblaba.

Miré en derredor y pensé en qué hermosas imágenes podría registrar, en los ángulos, la puesta de sol capturada desde la ventanilla del vagón del conductor o desde una porción de la estructura del tren debajo de la sala del maquinista, creando el marco para la foto. O quizás ese mismo rojo sol al final de las vías… Sin embargo, lo que no olvidaré de aquella tarde – que se transformó rápidamente en noche –  será el claro sonido de un tren acercándose.

Una suave brisa soplaba en aquella tardecita de verano, donde la temperatura pasó de 20 a poco más de diez, en muy poco tiempo. Estas vías aún albergaban a los viejos esqueletos de estos añosos trenes abandonados que dejaron escapar aquí sus últimas bocanas de vapor. Sí, hasta aquí llegaron por la fuerza que se expandía desde esas calderas y que rápidamente se enfriaron, perdiendo todo el esplendor de sus años dorados. Se extraviaron en la oscura noche del desierto de sal bajo la mirada impávida de las estrellas.

El silencio se apoderó de la zona.

Por un instante todo pareció en calma; pero sólo por un instante. Los más jóvenes de la expedición pedían un poco más de tiempo, lo necesario para capturar la última foto, la última imagen con el sol como estrella principal.  De repente alguien gritó: shh  ¿escuchan eso? Sin embargo el silencio fue total. No se oyó absolutamente nada. Nos miramos y miramos, a su vez, al que dio la voz de alerta. Él, con la mano, señaló que nos quedáramos en silencio. Poco a poco, se percibió, ahora sí, como un murmullo primero, luego casi como un viento, el sonido de un tren en movimiento. Cada segundo pareció eterno. El sonido fue in crescendo. Pero se detuvo, en seco. La oscuridad, en ese momento, era total. A cien metros sólo las luces del ómnibus aparecían pálidas, tenues, mortecinas. Aunque eran el único indicio de algo en movimiento, vivo. Todo lo demás aparecía quieto, invariable, definitivamente muerto. Nos acercamos en silencio total hacia aquellas luces conocidas. Subimos al bus sin decir ni a.

 Finalmente, la guía del grupo nos contabilizó, uno por uno, que la mirábamos sentados en nuestros asientos. Treinta y uno -dijo. No falta nadie… -aclaró.  Nos convocó a todos en un sector del vehículo y nos expuso que aquel sonido que oímos fue escuchado por otros también. Cada tanto – prosiguió – se escucha este sonido tan característico del tren en movimiento. Sin embargo – aseguró – ninguno de estos trenes se mueve, ningún tren llega hoy hasta aquí. Todo está muy alejado.

Pero, por algún extraño motivo, a veces, se escucha…

Somos – hizo una pausa – afortunados.

No entendimos qué quiso decir; pero tampoco le preguntamos.

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