Y la tan centellante y gloriosa luz de aquella impetuosa mañana, se había convertido mágicamente en enigmático fenómeno llamado “Anthelion, que en griego significaba lo que estaba el opuesto al Sol, y era alusivo a un raro fenómeno óptico conocido como “Gloria”,  causado por tan candente luz [retro]dispersada, producida en ensoñadora y preciosa combinación de resplandeciente difracción, reflexión y refracción, en torno a la propia fuente lumínica, que se registraba en el Sol del amanecer, a través de ciertas nubes contenidas de tan diminutas gotas de agua, de tamaño uniforme, y aún por el Sol, todavía situado a baja altura. En un santiamén, la tan lánguida sombra de nuestro entrañable personaje, se iba proyectando enormemente sobre el propio halo, creando así unos enigmáticos y difuminados “Espectros de Brocken”.

En aquella tan inolvidable ocasión, deambularía él por un reiniciado  “trazado de su geografía intima”, como un abrumador recurrido a través de la contemplación de tan refinados y resplandecientes mosaicos, ornamentados de tantos motivos geométricos y aún, por la exaltación de tantísimas representaciones figurativas de animales, acompañada de una cierta temática alegórica, que recubrían tan maravillosamente los diáfanos suelos de tantas Katholikon y también de los recónditos monasterios bizantinos de Capadocia.

Según Plinio, la denominación Capadocia, derivaba del nombre de un río llamado precisamente Cappadox, mientras que otros autores narraban que fueron los asirios, asentados en los territorios más septentrionales, los que se habrían hecho llamar capadocios,  siendo súbditos del rey Capadoce, hijo de Ninyas.

Anthelion

Anthelion

Como recién salida de un mágico cuento de hadas, Capadocia, representaba una singularidad de colinas en forma de panal y gigantescas rocas volcánicas, tan rebosante de una especie de belleza [ultra]terrenal,  tan deliciosamente pintada de delicadas tonalidades, en la gama del blanco, gris, rosa, malva y amarillo. Ya iba desgranando él, sutiles visiones de viejas glorias en todos los conjuntos monásticos, que a través de la difusión del monaquismo, se llenó de anacoretas y cenobitas. Quisiera él apreciar “in situ” el preciosismo meticuloso de tan sublimes frescos y centellantes mosaicos del siglo IV, cuya intensa etapa fue marcada por las preponderantes figuras de Basilio El Grande, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa.

Este movimiento monástico, había alcanzado una gran importancia, llegando a su punto máximo en el siglo IX, como consecuencia de la devolución de las imágenes, en la abundancia y en el esplendor de las esbeltas trazas iconoclastas legadas por los bizantinos.

Y las mismas imágenes guardaban siempre un cierto orden pictórico, porque todas las imágenes sagradas bizantinas de forma simbólica, siempre descendían del etéreo Cielo, estando mayestáticamente reflejado en el Cristo Pantocrátor,  colocado en el centro de la tan altiva cúpula, volcada hacia a la Tierra, donde todos los Santos, estaban situados figurativamente en el nivel más bajo, cuya excelsa e intacta figura de la Virgen María, aparecía casi siempre en la exedra del ábside, fielmente acompañada de los cuatro Padres de la Iglesia, representados en el nivel de abajo.

De aquella vez, en su viajera y coloreada mochila llevaba él muy buena ropa de abrigo y un buen saco de dormir, además de una peculiar y analógica cámara de fotos, Lomo Diana F+, encumbrado en el éxtasis de poder vislumbrar y recrear bellísimos e impagables paisajes sinetésticos,  caracterizados por tantos conos y paredes rocosas, repletas de aberturas que se comunicaban recónditamente entre sí,  creando “invisiblemente” unos desgarradores pulpitos atiborrados de rutilantes aureolas de total verticalidad, en su composición figurativa, para poder tomar después, impredecibles, intuitivas y etéreas fotografías, casi siempre a vista de pájaro, de todos los lugares por donde iba dejando una vez más su imborrable huella de eterno peregrino.

“En aquella tan inolvidable ocasión, deambularía él por un reiniciado  “trazado de su geografía intima”, como un abrumador recurrido a través de la contemplación de tan refinados y resplandecientes mosaicos…”

Ya tomaba él una ejecutiva decisión, cuyo más firme propósito, era ni más ni menos, que ser testigo de la salida del Sol en el montañoso territorio de la tan mágica, extraña y fascinante Capadocia, ubicada en el centro de Anatolia,  rebosante de tantos centros histórico-artísticos de índole religiosa, que guardaba tan celosamente en su telúrico seno, por su increíble belleza, siendo muchas veces comparada metafóricamente con un extraño paisaje lunar o un paisaje surrealista, incluso con la creativa arquitectura modernista de Gaudí.

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