Cuando escuché la voz de mi mujer exclamar dejos de lamentos y vi su expresión de consternación, repitiéndolos con incredulidad, con un balanceo de cabeza negando la crudeza de lo que le estaban confirmando desde la otra línea ¿Se dice así?, del celular, no tuve dudas acerca de lo que se trataba. El amigo y compañero de trabajo de todos, acababa de sucumbir a los zarpazos alevosos  y malintencionados del virus maldito que se le había alojado en sus pulmones, apenas unos días atrás. Me costó separarme del asiento frente a la mini-laptop y ya no supe, ni recuerdo aún, qué estaba leyendo en la pantalla. Aquello me llenó de estupor, ni que decirlo, pero la impotencia de desmentir el hecho, de decirle a la realidad que se había equivocado, que todo había sido un mal sueño, me hizo desviar finalmente la mirada y me quedé viendo hacia la nada, hacia la inmensidad del azul infinito del mar Caribe que nos sirve de telón de fondo desde el balcón de la casa.

Murió, me dijo mi esposa, y la palabra lapidaria me sonó a latigazo, al cierre de puerta pesada de catedral gótica, al sello y claustro de una tranca que retumbó en el aire enrarecido de repente, que nos hacía saber que hasta aquí lo tuvimos y que a partir de ese momento, las distancias inconmensurables hacia quién sabe dónde, iba a empezar a recorrerlas, hasta perderse en la eternidad de los tiempos de más allá, y

todavía más allá, donde no llegan las imperfecciones del ser humano que lo mantienen prisionero de sus propios desaciertos.

¿Cuánto tiempo pasó, desde ese aciago momento?, tampoco sabría decirlo con exactitud.  En todo el resto de ese día y entre llamadas encadenadas de aquellos que se iban enterando, mostrando sus pesares de forma abierta ante el triste suceso, no tuve la disposición de sentarme a escribir y describir con propiedad lo que nos envuelve el ánimo, cuando se nos va definitivamente alguien con quien se compartió instantes, flechazos o destellos de sensaciones placenteras por compartir gustos como el canto y la literatura, por ejemplo y me puse a pensar, en los días que llegaban a posteriori, que el hombre debería mostrar todo lo que le pasa por la mente por lo que la vida le presenta, porque todo es efímero y luego quedan esos momentos flotando a la deriva entre ráfagas de vientos que los bambolean y asientan después en ambientes lejanos, hasta borrarlos. Es ahora, al paso de algunos días, cuando me he sentado a relatar con algo de sosiego y estabilidad en la actitud  por describir el ánimo restablecido, todo lo que se me vino a la mente y aquí lo expreso. Pero, no se crean, no da para más.

No obstante, la vida de este lado continúa, y la certeza del día a día se presenta puntual con la llegada de un nuevo amanecer.

Ya se le hicieron los homenajes (Nunca suficientes, pero necesario de parar), y se esparcieron sus cenizas entre la arena y las rocas perennemente humedecidas de llanto milenario de una de esas playas de la franja de costa litoralense y las olas eternas en sus vaivenes obstinados, con un ritmo constante y sosegado, las recogieron entre sus algas, sargazos y medusas parsimoniosas y se las llevaron mar adentro, donde las harán parte del ambiente marino que tanto le gustaba y con seguridad recorrerán el mundo, viajando entre brisas y oleajes de un mar tormentoso y calmo en un cambio de ánimo impredecible y se dará cuenta de que el mar es un transportador de sueños , voces, susurros y suspiros  de todos los tiempos que el hombre ha vertido a lo largo de su historia y se ofrece como regazo de madre que nos consuela las penas y aminora las fatigas y desdichas de aquel que se detiene a observar con una precaria sensación de tranquilidad uno de sus atardeceres diarios, cuando el sol arrastra el peso de las vivencias del día que está por terminar y se hunde entre sus aguas, para darse un chapuzón, antes de volver a emerger anunciando uno nuevo, cargado de esperanzas renovadoras de fuerzas y de fe.

El tiempo avanza y la vida sigue ¿O es al revés?, pero algo sí hemos perdido en esta atmósfera pandémica. Ya no lloramos lo suficiente. Pareciera que ya no hay tiempo para llorar. Tal vez tiene que ver el hecho de que ahora y en estos momentos, dada las circunstancias, ya  no velamos el cuerpo inerte de quien estuvo entre nosotros por poco o por mucho tiempo, ni lo llevamos a hombros entre calles silenciosas y consternadas, envuelto entre tañidos lastimeros de campanas pueblerinas en lo alto de vetustos campanarios. Sin embargo, con todo y como gesto de protesta silenciosa que nos sale desde el fondo del alma, como se iza una bandera de tregua ante una guerra despiadada y ventajosa contra un enemigo acechante y calculador que modifica sus ropajes esperando confundirnos,  nos enjugamos algunas lágrimas rebeldes  y sacudimos la cabeza y mostramos nuestro rostro más endurecido a la pandemia, para decirle que no nos doblegará y no le haremos  genuflexiones y reconocimiento a su poder, porque,

entre los que se fueron y los que se quedan, hubo, hay y habrá un puente de lazos fraternales e indisolubles que un enemigo implacable y traicionero no puede alcanzar a superar. Es todo.

 

Nota final, (pero no menos importante). 

Debo decir que, días antes, muy pocos días, en realidad, también murió otro compañero de trabajo, a manos del mismo agente del mal.  Aunque lamentablemente no estuvimos tan relacionados, por el poco tiempo de conocernos,  había logrado vislumbrar, a vuelo de pájaro, el potencial  humano y la capacidad de trato desinteresado que lo distinguía desde lejos. Hecho comprobado por quienes sí tuvieron la fortuna de conocerlo. Tal vez, en el emprendimiento del viaje a otros niveles de desarrollo espiritual inimaginables, avancen juntos, hasta alcanzar la Fuente Primaria de Energía y puedan fundirse en su intensidad de luz purísima y renovadora por los siglos de los siglos, tomando como referencia este espacio perecedero del tiempo terrestre. Eso quiero pensar. Que así sea.

 

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