POZZO.- Lo que yo me pregunto es qué puedo hacer para que el tiempo se les haga menos largo. Les he dado huesos, les he hablado de multitud de cosas, les he explicado el crepúsculo, de acuerdo. Pero veamos: ¿es esto suficiente…, eso es lo que me tortura…, es suficiente?

Esperando a Godot/ Samuel Beckett

Llevo fatal esto de la cuarentena y he intentado algunos trucos para que el tiempo se acorte. Todo confinamiento es sólo la tarea de la espera y recordé a los desasistidos personajes de la pieza teatral Esperando a Godot, los cuales están a la expectativa y aguardan a que Godot aparezca, pero este nunca lo hace. Durante la espera ventilan su soledad y sus silencios. Van como diseñando de alguna manera esa espera llena de ansiedad y soledad, con mucho de nausea existencial y extenuación.

Este confinamiento echa por tierra esa elevada idea, con mucho percudido romanticismo a cuesta, de que lo mejor para escribir es aislarse; hacer como hizo Montaigne que se enclaustró en su torre con sus libros y escribió esos esplendidos ensayos por los cuales hoy es todavía es leído.

Atrapado en esta claustrofobia Beckettniana he decidido diseñar algunos particulares ritos de esta espera por cuarentena. Creo que la mejor manera de llevar el confinamiento es diseñarlo como si de una torre a lo Montaigne se tratara. Hacer del apartamento (o la casa) un parque de distracciones domésticos: Reparar todo lo estropeado, regar las plantas, etc. Por supuesto para los ratos de ocios entrarían todas las películas y series necesarias; el paseo por la Internet es como ineludible y en este entretanto consigo una entrevista que le hizo Sánchez Dragó a Francisco Umbral y ante la pregunta de si se considera un escritor autodidacta este responde, cito de memoria, que en el fondo todos los escritores son un poco autodidactas, ya que a escribir no enseña nadie. No se hace uno escritor asistiendo a la universidad, o participando en algún taller literario. Se aprende a escribir en el trabajo persistente con las palabras; la lectura es importante, también es bueno tener cierta disposición a escuchar el voceo trasparente de la calle, pero lo imprescindible es sentarse a escribir.

Lo que me llevó a pensar en esas extrañas actividades (leer y escribir) en la que he sido un autodidacta montaraz y sin complejos e incluso, hasta cierto punto, algo engreído.

En mi caso esos objetos que denominan libros eran inexistentes en la casa y mis padres, aunque buenas personas, no  eran lectores eruditos; eso sí había revistas de toda índole y mamá era adicta al papel periódico ya que compraba todos los diarios, incluso un joven militante comunista del barrio le llevaba con puntualidad La tribuna popular; del resto, en lo que a libros se refiere, todo era árido desierto.

Hacerse lector (o convertirse en escritor) en cada individuo (sea hombre o mujer) se realiza de manera inesperada y como por etapas. Pero lo que si parece ser un axioma comprobado es que para leer es requisito pasar la frontera de la lectura; algunos lo hacen por los caminos verdes leyendo suplementos de comiquitas o esa literatura subalterna contenida en las novelas vaquera y policiales. Otros, los más privilegiados, cruzan la frontera de la lectura con todos los papeles en regla y antes de llegar a la pubertad ya se han leído todos los clásicos. Por supuesto no todos los lectores se convierten en escritores. Don Quijote que era un gran lector, y que alucinaba con las novelas de caballerías, como hoy muchos alucinan con las novelas al estilo Guerra de tronos, dice que varias veces se vio tentado a escribir, pero otros asuntos que ocupaban sus pensamientos le impedían sentarse y ponerlo todo en papel.

Escribir tiene dos componentes que parecen repetirse: el aislamiento y la comunión. El escritor necesita su cuota de soledad respectiva para encontrarse con sus demonios particulares, con los adminículos de la imaginación y con el ruido de las palabras a las que es necesario pulir con obsesiva obstinación hasta sacarles ese brillo inconfundible de la música.

La soledad como esa torre de Montaigne, pero invertida (de la que escribe Borges en un poema: “Vienen del patio donde el aljibe es una torre inversa entre dos cielos”.), como ese profundo agujero sin escapatoria o como lo escribió Marguerite Duras:“Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea de libro es encontrarse , volver a encontrarse, delante de un libro. Una inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada. Delante de algo así como una escritura viva y desnuda, como terrible, terrible de superar. Creo que la persona que escribe no tiene idea respecto al libro, que tiene las manos vacías, la cabeza vacía, y que, de esa aventura del libro, sólo conoce la escritura seca y desnuda, sin futuro, sin eco, lejana, con sus reglas de oro, elementales: la ortografía, el sentido”.

El escritor requiere, luego de largas jornadas con las palabras, salir a la calle; entrar al bar (o al café) para reunirse con otros escritores, con otros hambrientos de libros y lecturas para compartir desde ese nexo exclusivo que la literatura crea.  Mientras los demás se desgastan en duras jornadas de trabajo el escritor está allí en el café derrochando tiempo, convirtiendo todo en un efímero y ramificado relato oral.

 

Algo de vagancia tiene este “oficio” de escribir. Anthony Burgess escribió que su aspiración era ser músico y pasaba muchas horas frente al papel pautado para escribir apenas cinco minutos de música. Por supuesto su música no interesaba para nada, pero sus narraciones de escritor principiante, en el que apenas invertía menos de una hora, se las pagaban bastante bien. Burgess escribe: “La literatura de ficción hubiera podido seguir siendo sólo un hobby el resto de mi vida de no haberme encontrado un día desahuciado por la medicina a causa de un tumor cerebral, y en la necesidad de ganarme el pan durante el año que me quedaba de vida. Pero seguí viviendo, y la literatura era entonces, igual que sigue siéndolo ahora, el único trabajo que podía encontrar. Me considero un parado más que recurre a la literatura para poder vivir”.

La literatura escrita (o leída) pueden salvar a cualquiera del confinamiento forzado que se efectúa sobre muchos individuos por razones de estado. Escribió Susan Sontag  que el editor Fritz Arnold le contó que sus años en prisión se hicieron soportables debido a que se le permitió leer libros. Por su parte Sontag le confesaba que la lectura le había salvado cuando era apenas una colegiala en Arizona. Sontag se sentía atrapada en una realidad grotesca o como ella escribe: “La disponibilidad de la literatura, de la literatura mundial, permitía escapar de la prisión de la vanidad nacional, del filisteísmo, del provincianismo forzoso, de la inanidad educativa, de los destinos imperfectos y de la mala suerte. La literatura era el pasaporte de entrada a una vida más amplia; es decir, a un territorio libre. La literatura era la libertad. Y sobre todo en una época en que los valores de la lectura y la introspección se cuestionan con tenacidad, la literatura es la libertad”.

Quizás se escribe para evadirse de esas cárceles imaginarias (o reales) que la realidad impone.

Sin duda Burgess se decidió escritor debido a un tumor que lo había encerrado en la mazmorra del miedo. Otro ejemplo, con todo el dramatismo del caso, fue el de Roberto Bolaño que escribió como un desesperado en un intento de ganarle tiempo a la muerte. Se lee y se escribe para huir, pero también para tener una lectura distinta y más elaborada/subrayada de la realidad.

Sin duda se lee (o se escribe) como una manera de zafarse del analfabetismo funcional que inunda las redes, de traspapelar la cotidianidad con la ficción y así esquivar el encierro enajenante de la realidad como han enseñado algunos personajes de la literatura como Emma Bovary, que vive su propia novela romántica, como el Quijote que se arma caballero o como GuyMontag, el protagonista de Fahrenheit 451, que es un bombero cuya labor consiste en incinerar libros, quien de pronto comienza a cuestionar su irracional trabajo. También está ese ejemplo real de Xavier de Maistre (1763-1852) quien en 1790 se enfrentó a un duelo, quizás con un marido celoso. Salió sin un rasguño, pero no escapó a una pena abultada de prisión, revocada por un arresto domiciliario tomando en cuenta su origen distinguido. Estuvo 42 días confinado en su propio apartamento. Años después de este incidente escribió el libro «Viaje alrededor de mi habitación», una travesía inmóvil llena de ingenio, ironía y reflexión filosófica. Era un viaje interior hacia la memoria, hacia esa enorme satisfacción de no hacer nada.

Estamos realizando el viaje más inesperados alrededor de nuestra habitación y quizás sea esa nuestra odisea sin Ítaca, como escribió Claudio Magris.

Viajando sin hacer nada… a la espera, sólo esperando.

 

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