11Manuel tenía 30 años y  no esperaba nada de la vida. Bien temprano se calzaba unos deportivos y salía a correr por la playa. Una mañana tropezó con algo, parecía una botella vacía, sucia y medio rota. Pasó de largo sin percatarse de que en su interior había algo parecido a un trozo de papel. Al cabo de unos minutos, cansado y exhausto regresó sobre sus pasos y entonces, ocurrió.

El Destino

El Destino

No fue nada estrambótico ni estridente porque los momentos cruciales de la vida nunca lo son, al contrario, discurren con normalidad y se camuflan en la monotonía para más tarde, con el paso de los años ser recordados como… desde aquel día. Siempre hay un desde aquel día, o a partir de ese momento y el de Manuel tuvo lugar en la orilla del mar un caluroso día de julio. Pues en ese preciso momento, y no en otro,  se le desató la cordonera de la zapatilla y cuando se disponía a atársela de nuevo  se topó  con aquel frasco de cristal.  La curiosidad fue más fuerte que cualquier otro impulso. Abrió el recipiente y con cuidado desenrolló lo que contenía. En ningún momento se planteó la pertinencia o no de leerlo, y tras una ojeada general, se lanzó a por aquellas letras de inmediato. Decían así:

“Hoy,

Llevo tiempo pensando en el fin, en reunirme con él, en terminar con todo ya. No sé qué me retiene aquí, pero supongo que si sigo respirando es porque debo hacerlo. Hace unos días  dejé la medicación y sorprendentemente me encuentro mejor. El dolor que siento  es el mismo,  pero al menos puedo pensar con claridad. Ayer fui con Cayetana al mercadillo y compré unos frascos de cristal, no sé, fue un impulso y ahora escribo esto y después bajaré hasta la playa para rociar el mar con mi tristeza. Me siento estúpida y absurda, pero eso no es nada nuevo. En fin…

                                                                                         Nadie en especial”.

 

Las palabras de aquella desconocida calaron profundamente en Manuel. Leyó y releyó la carta varias veces y decidió llevársela a casa para más tarde, entre las sábanas y con el desvelo como único compañero, preguntarse una y otra vez  quién sería aquella mujer, dónde viviría, cuál sería su aspecto, cuál la causa de su dolor, si podría ayudarla…

Tuvieron que transcurrir seis días antes de que el mar le entregara otra carta, esta vez el tono era menos duro, la chica hablaba de planear una excursión a la montaña, de salir a cenar y además dejaba abierta la posibilidad de asistir a un baile, en esta ocasión las letras ya no estaban corridas por lo que suponía debían ser sus lágrimas y su despedida era más suave:  “Por encima del dolor, yo”.

Manuel colocó el segundo frasco junto al primero, en un lugar bien destacado de su habitación  asegurándose de dejar suficiente espacio por si el destino le regalaba más pedacitos de aquella mujer, y para  cuando hubo encontrado la quinta carta, no había vuelta atrás, se sabía sumido en un absurdo enamoramiento que mantenía despierto un único deseo en su corazón: conocerla.

Por su parte, la misteriosa mujer estaba renaciendo. Se llamaba Elena, hacía poco que había enviudado y se curaba de la pena y el inesperado adiós  a base de escribir cartas y lanzarlas al mar. Se había prometido a sí misma que sonreiría a menudo a pesar de no tener ganas,  y  que charlaría consigo misma cada noche, frente al espejo y mirándose con valentía a los ojos. Solo se dedicaría palabras hermosas, nada de reproches. De eso ya había tenido bastante.

Y esta sencilla terapia la estaba salvando. Florecía y sus cartas, también. En ellas, de tanto en tanto, aparecía algún dato  trivial que para Manuel lo era todo… anoche cené en el restaurante del Pino… Cayetana ha salido con  un grupo de amigos al cine, la película prometía, pero en ese cine, en el Estrella de Oriente, siempre hace calor… cualquier nombre, fecha o referencia eran un tesoro para Manuel… me iría bien un cambio, nuevo trabajo, nueva ciudad, nueva vida.

El Destino

El Destino

Él estaba seguro de que algún día la encontraría y guardaba para ella todos y cada uno de los frascos que el mar le regalaba y todas y cada una de las cartas en las que le entregaba un poquito de sí  misma, 15 llevaba recogidas. Salía cada mañana a correr con las emociones revueltas, expectación e ilusión por si recibía otra carta de su amada y un horrendo temor ante la posibilidad de que esto no ocurriera. ¿Y si el mar dejaba de ofrecerle trocitos de aquella mujer? Sabía que cada vez era más feliz, en su última carta se despedía con un hermoso: “Más que nunca,  yo”.

 Manuel fantaseaba a todas horas con las infinitas posibilidades de su color de pelo, su aroma, su sonrisa…   hasta que de repente las cartas dejaron de llegar, y él  creyó enloquecer… ¿ya está?, ¿eso es todo?, ¡no puede ser! Y regresaba a la orilla del mar cada mañana. Y ya no corría porque tan sólo se sentaba en la tibia arena a esperar.

Cuando el verano se despidió,  Manuel también tuvo que decir adiós a sus esperas matinales. Tendría que convertirla en olvido. Lanzaría los frascos al mar, los devolvería al lugar de donde vinieron. Releer aquellas cartas se había convertido en una tormentosa obsesión y estaba decidido. Al salir del trabajo, lo haría.

¡Manuel!, ¿puedes venir un momento? – su jefe quería presentarle a alguien – te presento a Elena, empieza hoy su andadura con nosotros y quiero que pase la mañana contigo.

La saludó sin apenas mirarla y asintió con la cabeza aprobando la propuesta de su jefe. Estaba de nuevo frente a otro de esos momentos que te cambian la vida y no se anuncia a bombo y platillo. No tardó en darse cuenta de quién era ella, apenas le bastaron unas palabras escritas de su puño y letra, nada más. La sorpresa inicial lo dejó en shock, aturdido y con dificultad para expresarse con coherencia pensó que lo mejor sería guardar silencio y es que cuando el destino decide, poco más hay que añadir.  Y el destino de Manuel había decidido responder a sus deseos orquestando un complicado plan que incluía infinitas idas y venidas de unos y de otros a fin de convertir lo imposible en realidad y un deseo inalcanzable en un prometedor comienzo.

Aquella misma mañana había llegado a la playa la última carta de Elena. No encontró a Manuel y no importaba, porque iba dirigida a sí misma:

Debo ponerme manos a la obra, tengo cosas que hacer para mí y también para los demás. No es tiempo de demoras ni retrasos, no tiene sentido posponer lo inevitable. Debo respirar hondo y con una sonrisa ir a por ello. Prometo disciplinarme, centrarme y aceptar lo que la vida me traiga,  malgasto mi maravillosa energía en  luchar  contra todo. Estoy cansada de resistirme. Ahora sé que aceptar es la solución, aceptar y agradecer. Pongo rumbo hacia una nueva vida, otra ciudad, otro trabajo… los cambios me asustan pero ya lo he decidido.

Elena”.

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