Correspondencias secretas (Continuación)

H.escribía profusamente, como nunca antes en su vida. Sin embargo, la relación general de esas cartas escapaba a su razón, no alcanzaba a comprenderla del todo. Él presumía, presentía que lo llevaban hacia algún fin determinado (La ilación acaso demasiado precisa de los acontecimientos lo hacían pensar así), pero ese fin todavía no estaba definido con claridad. Llegó a pensar que quizá no hubiese en realidad fin alguno y que todo fuese solamente concatenación, causa y efecto, supra y subordinación.

Pura estructura. Y si Z. (Es decir, la verdadera Z.)  dejó con el tiempo de enviar cartas, ello no lo desanimó. Y si nadie enviara ya más cartas o notas algunas, eso ya no le interesaba. Sentía que estaba subordinándose enteramente a un sistema, estaba desprendiéndose de sí mismo, de su persona, de H.Se sentía ya parte de un cosmos, de un pan-orden que lo envolvía, lo arrastraba, le daba sentido, pero desestimaba a los individuos en particular, H.incluído.

Pasado un tiempo, sin embargo, se sintió de nuevo agitado, absorbido esta vez. Ya no sentía dentro suyo agitarse a las ideas, aunque sí los motivos. Fundamentos no le faltaban, pero las cartas de lectores que inventaba y a las cuales rubricaba con firmas de fantasía ya se habían convertido en manifiestos, panfletos. Eran discursos perorativos, exentos del toque humano, que languidecían ya al segundo párrafo. Daban lástima.

Ocurrió entonces la intrusión de lo exógeno, lo revolucionario. H. recibió una carta verdadera. Una carta real, visible, palpable, irreprochable. Era una carta de su hermano mayor, en la que hablaba de familia y negocios, una carta cualquiera. H.no dudó. La publicó íntegra.

El éxito de esa publicación fue inmediato y resonante. El público supo percibir el raro, excitante sabor de la realidad, de lo atrozmente cotidiano en esas líneas fraternales. Entusiasmado con esa respuesta, H.inició entonces una correspondencia copiosa y multiforme con una multitud de parientes, amigos y hasta desconocidos, publicando todo puntualmente en su sección, que pasó a llamarse Correspondencias secretas.

Un ejemplo de esa correspondencia:

 

“Hola che!:

¿Cómo andás? Estuve hace un mes en la ciudad y te dejé un par de mensajes con el portero pero se ve que no chusmeás con él tanto como antes.

Te comento que nunca recibí el cuento ese que decís que me mandaste. Mandámelo, por favor.

Estuve enfermo che, ni te enteraste de tan perdido que andás. No hay mal que por bien no venga: aproveché mi peste para delegar trabajo en la chacra y al fin poder terminar el cuento ese que estaba escribiendo hace rato, el de los empíricos, no sé si te acordás. Es también de ciencia ficción, fijate qué te parece.

Además, necesito consultarte sobre unas dudas:

-Plural de láser, ¿Es láseres?

-Toda el aguao todo el agua?

Otra pálida: se me fundió el Forcito, ahí se va la plata de mi frustrado viaje al norte, en fin.

¿Tus cosas bien? A ver si un fin de semana te hacés una escapada a la provincia y hacemos un asado, nene. Acá la hija del turco Aladín siempre pregunta por vos, je je.

Bueno hermanito, un abrazo grande desde el exilio rural de tu amigo,

     Ernán”.

 

Esa clase de cosas, todas bienvenidas con gran beneplácito por parte de los lectores.

Pero, gradualmente, inevitablemente, también ese instrumento, esa vía, fue declinando en intensidad, repitiéndose, agotándose.

Allí se inicia entonces un camino tortuoso, desordenado, arbitrario, para H.En ciertos recodos de ese camino, H.cree atisbar alguna luz, alguna dirección definitiva. En algunas encrucijadas, sin embargo, su fe decae. El público, implacable, le exige continuamente renovación. Una renovación falaz, al fin y al cabo, ya que cualquier alteración, cualquier desviación del género epistolar es violentamente resistida (y oportunamente denunciada con una respectiva misiva).

Una noche, al borde del fin de la quincena, angustiado, casi desesperado, H.sale a la calle y saquea un buzón público. Ese feliz material lo alivia, lo resguarda por un tiempo del miedo, de las dudas. Pero ese material también se termina y H.se ve obligado a reincidir. Tarde o temprano, es capturado y encarcelado por daños y violación de las propiedades pública y privada.

Una de las últimas imágenes de H.lo muestra sentado en la seccional. Abrumado, queda estático, paralizado, hipnotizado por el golpeteo de la Olivetti, por las palabras que supone están inmortalizándose en ese papel, deseando la posesión de ese papel, perdiéndose en una serie de asociaciones espontáneas, de relaciones brevísimas.

Un ejemplo de estas relaciones:

Relaciona:

―el sonido rítmico, inalterable, de las teclas de la máquina de escribir con el descenso lerdo, arrítmico, de su sudor;

―el descenso de su sudor con la humedad de las paredes de la celda que lo hospedará, con el descenso de las almas al mundo ultraterrenal;

―las paredes de la celda que lo hospedará, poblada de mensajes y firmas de presos pretéritos con las paredes de la celda de un cuento de Borges, donde un faquir musulmán había pintado un tigre infinito, que estaba hecho de muchos tigres;

―esos muchos tigres con los muchos días de prisión que le aguardan, con los dos tigres originales, con Facundo el tigre de los llanos, con el primer día de la creación, con las diez mil mañanas de Confucio.

 

Esas relaciones, a veces semánticas, a veces meramente episódicas, van complejizándose, bifurcándose primero, ramificándose después. H.va construyendo redes de imágenes y de hechos, imaginando posibles secuencias de acciones, posibles desenlaces, tal vez finales.

Su rostro despide una luz tenue, levemente azul, quizá obra del reflejo del fluorescente sobre su piel transpirada. Alza los ojos al techo, atravesándolo en realidad, mirando más allá y sonríe, extasiado.

Allí se le pierde el rastro, acaso para siempre.

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