Así, durante la insignia, los insectos presagiaban su estupor. Sus vínculos, sus verbos. Sus itinerantes frenéticos.

Aquellos, aquellos insectos, no comían vegetales, tampoco invernaban; comían presas de un ilustre mausoleo de catástrofes disipadas. Comían carne, eran carnívoros.

Mientras, los presagios de amorfas ilusiones buscaban cuerpos, buscaban corporeidades vitales que deglutir. Mientras las perseverancias perplejaban volumetrías de vanidades argumentativas, ellos estaban en busca de carne; viva, ahíta, plena de existencia cuya perpetuación confluía más allá.

Más allá de los milagros, más allá de las divinidades prontas a degollar.

Sin embargo, los veo ingerir, los veo comer su propia carne. Porque esos insectos carnívoros se comen a ellos mismos. También, comen la misantropía; también, comen sus emanaciones de ilustres canibalismos sobre el césped blando.

Sin embargo, los veo morir. Ya no pujan, ya no embisten barbarie alguna: Comen el recodo bajo la piel de sus glorias infinitas.

 

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