sombra1-62Frein estaba parado bajo la nieve. Temblaba, pero no estaba seguro si era a razón del frío o del miedo. Observó como el vientre del ciervo subía y bajaba pausadamente mientras se desangraba; la flecha había penetrado su cuello.

–¿Qué has hecho? –le preguntó el maestre Filos Rohari, que en aquel momento emergía de los arbustos. Era un anciano de más de sesenta años, tenía las sienes plateadas, usaba una barba rizada y abultada que le cubría el cuello, y su ojo derecho estaba blanco como la nieve.     

–¡No quise hacerlo, solo estaba practicando –explicó Frein entre tartajeos, sosteniendo aún el arco de fresno–, no creí darle!

   El maestre Filos se precipitó hacia donde el animal se hallaba tendido, y lo miró de cerca.

–¡Muchacho –llamó–, ven aquí!   

   Frein cabizbajo acudió a su maestre, desplazándose a pasos cortos. Cuando alzó la vista de nuevo encontró en el rostro de su maestre una mirada álgida, el ojo blanco de Filos llamaba demasiado la atención del chico; y aunque la pupila estaba tan lívida como ciega, Frein a veces sentía que le veía con una claridad mayor al ojo bueno.

–Ten –le dijo Filos Rohari al tiempo que le ofrecía un cuchillo–. Termínalo.

   El joven Frein arrugó el entrecejo y retrocedió un paso. 

–No.

–¡Tómalo chico –rugió el maestre Filos–, debes terminar lo que empezaste!

    Frein recibió el cuchillo. Apenas había cumplido once años, pero sabía exactamente lo que tenía que hacer. Se arrodilló junto al ciervo que agonizaba, y le colocó la punta de la navaja sobre la cabeza para finiquitarlo.

–¡Aaah! –jadeó estremeciéndose. Inspiró una bocanada de aire frío, y sintió que se le helaba el pecho–. Es que no puedo. 

–Tuviste valor para disparar esa flecha –agregó el maestre–. Ahora ten el valor de acabar con su sufrimiento – se apoyó sobre su rodilla, con sus manos envolvió las manos trémulas del chico, y colocó la daga sobre la garganta del ciervo. – Hazlo aquí, y no apartes la vista mientras lo haces. 

Frein contempló al animal, el vientre le subía y le bajaba, subía, y bajaba otra vez. Entonces le hundió el cuchillo. Tras un horrible berrido, y un último movimiento de agonía, los ojos dorados del ciervo se cerraron lentamente; y más pronto de lo que el joven hubiese esperado dejó de respirar. Un triste silencio se presentó, y Frein se sintió presa de un dolor terrible.

–Ahora ya sabes lo que se siente quitar una vida –dijo el maestre–. ¡Dame el cuchillo!

 Frein se lo tendió. El maestre Filos Rohari introdujo de nuevo la daga en el cuerpo del animal y empezó a cortar.

–¿Qué está haciendo? –inquirió Frein.

–¿No pensarás que voy a permitir que toda esta carne se desperdicie, o sí? –contestó Filos, y dirigió una mirada al cielo–. No falta mucho para que caiga la noche… será mejor que busques algo de leña mientras aún queda luz, y prepares una hoguera que nos caliente; recoge toda la que no esté mojada –le encomendó. – Anda, ve.

   Frein se levantó y se lanzó corriendo por el bosque.

–¡No vayas tan rápido chico! –gritó el maestre mientras lo veía alejarse.

   De pronto, el sonido de bramidos salvajes se alzó con optimismo. Filos se percató entonces de que, a sólo unos metros de distancia había una manada de ciervos colorados. Una de las hembras, luciendo una solemne cornamenta y con el viento frío en su nariz hizo un llamado a la manada. Pronto todos emprendieron la marcha hasta perderse en el lejano horizonte. El maestre supo entonces que ni el más fuerte de los olvidos, borraría de su memoria un momento como aquel.

«Suertudo cabrón» –pensó, al caer en cuenta de que el joven había matado al líder de la manada. 

   Los apretados celajes de un suavizado tono gris semi-azulado llenaban el bosque, que se tornaba cada vez más oscuro anunciando el abrazo del anochecer. Todo tenía un matiz plomizo, los pinos oleo-resinosos se alzaban más allá del ojo humano y desaparecían en lo alto del cielo blanquecino. El bosque de Ítlaren era un lugar inhóspito, frío y desapacible. Caía un incesante aguacero helado y cristalino que cubría los senderos con sabanas de hielo, nieve y escarcha. Frein llevaba ya un buen rato levantando ramas y pedazos de tronco, muy pronto se dio cuenta de que ya no podía cargar otro más, y que las sombras ansiaban por desparramarse entre los nobles senderos; así que dio su tarea por terminada y emprendió el regreso. Mientras avanzaba, oyó unas voces que susurraban por los alrededores, algunas se escuchaban más cerca que otras; volteó hacia todas las direcciones esperando descubrir de donde provenían, pero no vio nada. Siguió avanzando.

sombras2-63Para cuando se reencontró con su maestre ya sentía que tenía los brazos congelados y que las piernas le temblaban, estaba tan cansado que iba a dejar caer el ramaje sobre la nieve. Pero entonces Filos le gritó desde atrás:

–¡Allí no chico, aquí!

   Frein tiró todo sobre la tierra negra y húmeda –¡Tal como le había señalado el maestre! – Inmediatamente restregó las manos sobre su ropa, y luego se las llevó a la boca y sopló para calentárselas.

–¡Siento mucho frío con este viento tan cortante, hace falta poco para que se me caiga la nariz!

–Preferiría que se te cayera la lengua –mencionó el maestre Filos–. Deja de hablar y prepara una hoguera.

   El joven Frein obedeció, aunque de muy mala gana.

–Este bosque parece embrujado… ¿Está seguro que vamos por el camino correcto? –preguntó.

   Filos Rohari no le contestó. Se envolvió en la gruesa capa negra de piel de oso que portaba y se cubrió el pecho. Frein tenía razón, hacía demasiado frío. Mientras escarbaba para preparar una fogata, el joven avistó la espada envainada que el maestre llevaba amarrada a la cintura.

–¿Me enseñará a usar la espada? –inquirió Frein.

–No –respondió Filos.

–¿Por qué no?

–Porque eres un niño –le dijo–, y una espada no es un juguete.

–¡Ya casi soy un hombre!

   El maestre Filos expresó una sonrisa.

«Un hombre» –pensó–. «No sois ni la mitad del hombre que fue la mujer que te parió!»

–¡Puedo esgrimir una espada! –afirmó el chico.

   Filos se dignó a dirigirle una mirada.

–Puede que tu problema no sea usar la espada, sino el cerebro –contestó–. Debes aprender a decir menos y pensar más. Si no dominas esa endeble lengua que tienes, un día te la van a quitar.

Como todo joven, Frein estaba ansioso por volverse hombre. Pero el maestre Filos Rohari había dedicado mucho tiempo a enseñarle que crecer no era un juego. Solía decirle a menudo que los niños tenían mentes torpes y cuerpos amorfos, y siempre añadía:

–¡Un niño no tiene ojos para entender el mundo, cuando se da cuenta y entonces lo entiende, es porque se ha convertido en un hombre!   

   Frein reflexionó un instante recordando estas palabras, y siguió preparando la hoguera.

–¡Maestre! –llamó–, ¿Puede recordarme por qué hemos venido a este bosque?

   El maestre sacudió la cabeza con gesto reprobatorio.

–¿Qué a qué hemos venido? –de la boca le manaban nubecillas blancas al mismo tiempo que le salían las palabras–. Hemos venido a este bosque para evitar que el padre de ese muchacho al que habéis matado te parta el culo en cuatro; pues en dos ya lo tienes partido.

«¡No he sido yo quien lo ha matado, sino Pitt –pensó Frein, y no pudo evitar fruncir el ceño–, ha sido Pitt quien lo ha matado!»

–Ahora, deja de malgastar tu tiempo en preguntas ociosas –siguió diciendo el maestre–, y no me hagas perder el mío. Mira que la vida se me escurre entre los putos dedos, y este frío me hace sentir tan tullido que… ni siquiera soy capaz de percibirlo.

  Durante un largo rato los dos permanecieron callados. Frein había empezado a acomodar el ramaje para encender un fuego, estaba por colocar uno de los troncos más gruesos cuando de la oquedad salió un envoltorio de pieles. Con las manos entorpecidas, casi totalmente endurecidas por el frío recogió el fardo.

sombra3-64–Maestre –llamó.

–¿Qué quieres chico? –protestó Filos.

–¡Mire maestre, mire, mire lo que he encontrado!

   Filos Rohari se acercó a Frein. Le arrebató el embalaje de sus todavía pequeños, débiles y torpes dedos; y quitó el recubrimiento de pieles para descubrir el contenido. Los ojos del maestre se iluminaron de manera repentina cuando vio que se trataba de una gema. Era una gema espinela color azul cobalto – ¡Aquella piedra era tan grande como su puño! – estaba tan fría como un trozo de hielo, pero era brillante, traslúcido y cristalino. El pecho se le había hinchado de gozo, y no pudo contener un ahogado suspiro.

–¡Maestre! –trastrabilló Frein.

–¡Silencio chico! – rugió Filos, sin apartar el ojo con el que veía de la valiosa joya.

   La belleza del tesoro lo había conmovido tanto, que no prestó atención a la áspera expresión del chico. Frein estaba pálido, y el vaho salía por su pequeña boca repetitivamente; era un hálito humeante entre jadeos. Por alguna razón no podía gritar, tampoco hablar. Una figura sombría, con sombrías intenciones se alzó a espaldas de Filos.

–Maestre –susurró Frein con voz atona, en cuanto recobró el aliento necesario para hablar; señalando algo con el dedo.

   Filos se estremeció al percatarse de aquella advertencia inesperada, y se volvió hacia atrás. La palidez de Frein pareció trasladarse al maestre, y luego el rostro se le llenó de sombras; sus labios palidecieron, y bajo la bruñida tez de su hosco rostro, podía observarse como le abandonaba la sangre para refluir su corazón. El maestre quiso desenvainar la espada que llevaba amarrada al costado, pero fue inútil –¡Pues la escarcha había hecho que la hoja se pegara a la funda! –. Cuando alzó la vista de nuevo reconoció una capa terciopelada de color verde, cubierta de nieve y con pelos de lobo en la parte superior (sobre los hombros), luego, el maestre Filos Rohari pudo reconocer algo más… era el sabor del hierro, el sabor que tiene la sangre. Después de eso… ya no sintió más el frío.

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