Oh, ¡qué poco valoramos las cosas de la vida cotidiana!, esas pequeñas cosas que nos acompañan en nuestro devenir diario y ni les prestamos la debida atención. Pero si un día nos faltan, notaremos su ausencia.

Porque, ¿qué sería de la vida en las ciudades, pequeñas o grandes, sin esa serie de cosas, de minúsculos detalles, que nos aderezan la vida en las urbes? No pueden faltarnos, son esos vecinos tan atentos que dejan el ascensor con la puerta abierta en el último piso, mirando por nuestra salud, porque hagamos ejercicio. Esas personas armadas de paragüas que no quieren que nos despistemos un segundo, entrenando nuestros reflejos esquivando nuestras varillas dirigidas hacia nuestros ojos, y no solo eso, también entrenan nuestra resistencia, impidiendonos guarecernos bajo las zonas secas, que ellos ocupan. O esos conductores que contribuyen a que no caigamos en un exceso de confianza en los semáforos y pasos de cebra. Y para desestresar nuestro paseo callejero, están los jubilados que forman una barrera humana a un paso imperceptible, con la finalidad de que no caigamos en las garras de la prisa y la ansiedad, que son malas consejeras.
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A la hora de regresar al refugio del hogar, y aunque vean que venimos de la calle nosotros también, por si nos hubiésemos perdido el parte meteorológico, siempre hay algún vecino que aprovecha el viaje en ascensor para darnos un informe detallado y completo.
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