No es casual que el cristianismo, que unifica a Europa yendo y viniendo  por el Camino de Santiago, aprovechando las vías abiertas por los Cruzados,  y es la base religiosa de Occidente (incluyendo el Continente Americano evangelizado en siglos posteriores), tenga como rito principal la escenificación de la Ultima Cena. Martínez-Llopis, al definir el concepto moderno de “mesa”, podría muy bien describir una “misa laica”: “… incluye el conjunto armónico de cuanto contribuye a hacer más grata la permanencia en el comedor durante el curso de una comida, comenzando, como es lógico, por los manjares que constituyen el menú, las bebidas seleccionadas de acuerdo con los platos y también la belleza de los utensilios que se utilizan, las flores y los elementos que engalanan la mesa, la acertada disposición de los comensales y, como base fundamental, una cuidadosa selección de los invitados, buscando entre ellos rasgos comunes que propicien una conversación amena, cordial, que interese a todos, ligeramente caldeada por los sutiles vapores del licor, de tal forma que el acto de dar por terminada la reunión pueda ser considerado por los comensales como una desdichada contrariedad”. Por su parte, la escritora mexicana Laura Esquivel escribió: “Tal vez no exista demasiada diferencia entre hablar de comida y hablar de religión. Casi en todas ellas, unas y otras, se hace presente la divinidad a través de los alimentos. De hecho, no podemos negar que un rito obligado de casi toda religión es el momento de comer o de beber a la deidad o para la deidad. El sentido profundo de la alimentación en alguna medida tiene que ver con nuestra sed de eternidad cifrada en el mantenimiento cotidiano de la vida. Tal vez por eso casi todos los dioses han dejado su presencia contenida en los alimentos. En este sentido, nos alimentamos para vivir y por vivir. El disfrute de la comida tiene destellos de vida eterna. Pero no solo es fundamental el acto de comer, también lo es la ceremonia que implica preparar y compartir los alimentos”. Es por ello que se reconoce fácilmente al verdadero cocinero por el amor a los ingredientes, su concentración casi religiosa frente al fuego, el respeto con que sigue la transformación de los alimentos, la paciencia con que espera el momento de dar por finalizada la elaboración, el cariño con que dispone los alimentos en el plato o fuente de servicio, la alegría propia del verdadero anfitrión con la que comparte, ofrenda “su vino y su pan”. Seguían las reglas con veneración, y cierto temor, al preparar sus comidas los antiguos. Sabían los griegos, al ofrecer las primicias, y los incas al derramar chicha, así como otras culturas con acciones similares, que los dioses observaban severamente el proceso de elaboración de sus comidas y bebidas, y más valía que quedaran satisfechos, y no que se irritaran ante algún descuido, ya que la venganza solía ser el pasatiempo favorito de aquellos dioses tan parecidos a los mortales en su apetencias.

En este contexto, es más importante que transmitir métodos de cocción, incitar a memorizar fórmulas de salsas, o conocimientos de física o biología, como obligación básica, que los maestros de cocina transmitan y promuevan entre los aprendices (no  alumnos, sino aprendices o discípulos) el amor por la cocina, la filosofía de vida que se deduce de las características de quienes apelamos a la imaginación, la tradición y la sensibilidad a la hora de cocinar, comer, compartir; valores que desde pequeños aprendimos, los que tenemos algunos años, husmeando en las cocinas familiares.

La historia del Arte Culinario está relacionada con las condiciones físicas, psicológicas y culturales de cada pueblo. Desde la Prehistoria hasta nuestros días cada momento histórico ha modificado su mesa, adaptándola a sus particulares necesidades. Son muchos los factores que influyen en la transformación: el cambio del nivel económico, cultural y social; la emigración de los medios rurales a los urbanos; las distancias en las grandes ciudades;  el mantenimiento de la forma física; el contacto con otros pueblos y el conocimiento de otras costumbres. El término Arte Culinario proviene de dos voces latinas, ars, “conjunto de preceptos y reglas necesarios para hacer bien alguna cosa”, y culinarius, “perteneciente o relativo a la cocina”. Por tanto, lo podemos definir como la manera correcta de cocinar. Y hablando de arte, Rossini solía afirmar: Comer, amar, cantar, digerir, son los cuatro actos de esta ópera cómica que es la vida”, y muchos de sus contemporáneos (entre ellos el ilustre exiliado, general José de San Martin) dan fe que no era un simple cocinero aficionado. Por ello, debemos insistir en que la de cocinar no es una acción individual para lucimiento de una persona con veleidades artísticas, sino un hecho social que se inicia partiendo de tradiciones ancestrales, continua en los fuegos y el talento del cocinero para lograr armonizar sabores, texturas y aromas, y finaliza en la mesa donde varias personas se identifican con la comida que van a ingerir y les permite compartir un momento único e irrepetible. No es casual que la palabra banquete signifique comida consumida en compañía, ya que deriva del sustantivo banc, banco, banqueta  o asiento, y que el término proviene, también,  de los tiempos de los primeros cristianos, quienes se reunían en catacumbas y celebraban sus ágapes sentados en largas bancas. Claro que ya en Babilonia, Egipto, Grecia o Roma, era habitual celebrar banquetes. Esto es, convocar un número determinado de comensales para agasajarlos con manjares no habituales en la mesa diaria, especialmente en ocasión de ceremonias como nacimientos, casamientos, funerales, éxitos militares, fiestas religiosas, o alianzas entre clanes. Estos banquetes solían tener un carácter místico, un ritual para que las fuerzas de la naturaleza fueran propicias. Y en ocasiones, la figura del cocinero y el brujo o chamán confluían en la misma persona, siempre personaje importante dentro del grupo. Desde el Paleolítico, como lo demuestran muchas pinturas rupestres y yacimientos arqueológicos, los humanos acostumbran reunirse para compartir los alimentos. Herodoto escribió hace 2,500 años sobre los banquetes que realizaban los antiguos egipcios. Ellos consideraban los alimentos como la fuente de salud o de enfermedad, y por eso eran muy meticulosos a la hora de elegir y preparar sus comidas. Se han conservado descripciones de los banquetes que realizaban en pinturas murales en las tumbas y en los relatos históricos. Recibían a sus invitados en comedores o en los jardines de sus casas en los que las plantas aromáticas y las palmeras refrescaban el ambiente. La anfitriona se encargaba de elegir el menú, supervisar su elaboración, dirigir el servicio y presidir la celebración junto con su esposo, a diferencia de las culturas de Oriente en las que las mujeres no participaban en los festejos. Los huéspedes llegaban en palanquines y eran conducidos a una habitación en la que se lavaban las manos y los pies. Mientras se servía la comida eran entretenidos con diversos juegos, música de liras, arpas y tamborines así como por jóvenes bailarinas, acróbatas o mimos. Se les adornaba con coronas de flores y se les servía de beber. Hay que recordar que los egipcios desarrollaron una industria de vino y de cerveza y conocieron más de 2,000 hierbas y especies para aderezar sus alimentos. El libro del Éxodo en el Antiguo Testamento nos relata el banquete del faraón, que tenía a coperos a su servicio, cuyo único oficio era verter el vino para el gobernante, y panaderos para la elaboración de pan exclusivo del palacio real. Herodoto, Ateneo y Plutarco reseñaron que para inspirar a los comensales, al final del banquete se traía un sarcófago que contenía un esqueleto, para que ante la imagen de la muerte se concediera más valor a las alegrías de la vida y de la comida. El banquete, desde entonces, ha sido una oportunidad para demostrar la generosidad y riqueza del anfitrión. Por supuesto que no toda la población recibía así a sus invitados, pues alimentarlos y entretenerlos implicaba un costo elevado para poder sufragar un servicio doméstico, cocineros y despensas bien abastecidas. También contar con un vestuario apropiado y los recursos para pagar el espectáculo. Era una oportunidad de demostrar la posición social y el poder así como halagar a quien se pretendía impresionar para algún cargo o algún negocio. Se cuenta que la última reina de Egipto, Cleopatra, acostumbraba poner perlas y piedras preciosas en las copas en las que servía el vino a sus huéspedes, quienes conservaban la joya como recuerdo memorable. Y hablando de copas, en las narraciones míticas de la antigua Grecia se hace referencia a que en los banquetes servidos a Zeus, el todopoderoso soberano que encabezaba a los demás dioses del Olimpo, había una persona que escanciaba los vinos que acompañaban los platillos degustados. Los dioses en el Olimpo están sometidos a las mismas necesidades corporales que los hombres: deben reparar sus fuerzas con el sueño y necesitan comer y beber como cualquier mortal. Hebe, la hija de Zeus y de Hera, aparece como la escanciadora de las divinidades olímpicas, a las que sirve el  néctar en los festines que celebran en común. Un papel análogo al de Hebe desempeña en el Olimpo Ganímedes, un hijo del rey troyano Tros. De acuerdo a esas narraciones legendarias en el Olimpo había dos divinidades, Hebe y Ganímedes, quienes tenían el cargo de coperos, cuya función era escanciar los vinos que bebían los dioses congregados a la mesa de Zeus. Estos dos personajes mitológicos son considerados, por muchos, los primeros sommeliers, ya que tenían a su cargo la importante tarea de servir las bebidas (no vinos, sino néctares o ambrosias) que acompañaban las copiosas comidas celestiales. En tales relatos no se menciona los nombres de quienes cocinaban los manjares servidos en la mesa presidida por Zeus, probablemente porque sus alimentos eran, como ya quedó anotado, néctares y ambrosías, los cuales (así cabe suponerlo en ámbitos más cerca de la magia que del diario vivir) no requerían de una preparación especial a cargo de un cocinero.

 

En los mitos celtas, el jabalí renace eternamente asado y orondo después de ser engullido por los guerreros, sin necesidad de asador. Pero en la realidad, sin la fantasía de los mitos en épocas prehistóricas, los grupos tribales, integrados por unos pocos individuos (o bien por clanes de unas cuantas familia) deambulaban, en su carácter de nómadas cazadores-recolectores, buscando los alimentos que les permitirían subsistir. Cazaban animales cuya carne ingerían cruda, al abrigo de las cuevas donde se refugiaban. En uno de esos sitios tuvo lugar un hecho que marcó un hito en la historia de la humanidad: el aprovechamiento del fuego para cocinar la carne, hasta ese momento ingerida cruda, palpitando aun,  de los providenciales animales por ellos abatidos. El primer cocinero bien pudo serlo el llamado “hombre de Chou-k’ou-Tien”, o “ de Pekín”, ya que los paleontólogos europeos encontraron, a mediados del siglo XX, testimonios de que, hace aproximadamente quinientos mil años, los antiguos pobladores de aquellas regiones asiáticas, genéricamente designados como Homo erectus pekinensis, utilizaban el fuego para cocinar los productos cárnicos con los que se alimentaban cotidianamente. En un principio, es probable que haya sido fortuito el descubrimiento de que poniendo al fuego los trozos de carne con que se alimentaban, les hiciera más apetitosa su comida. Ya después lo harían de manera rutinaria, lo que habría de representar un paso en extremo importante en la alimentación del género humano. Harry Schraemli (un erudito bibliófilo y escritor gastronómico alemán) hace en su documentado libro Historia de la Gastronomía un comentario referido a Adán, nuestro padre común según la tradición judeocristiana. Cuenta la Biblia que comía los manjares crudos (incluyendo la famosa manzana), por lo tanto, si bien fue el primer hombre, no fue desde luego el primer cocinero. Algunos historiadores señalan que Kadmos, o Cadmo, hermano de Europa, debe ser considerado como el fundador de la profesión, y santo pagano del gremio de cocineros.  Laura Esquivel, en “Intimas suculencias”, relata poéticamente su propia experiencia de iniciación: “Los primeros años de mi vida los pasé junto al fuego de la cocina de mi madre y de mi abuela, viendo como estas sabias mujeres, al entrar en el recinto sagrado de la cocina, se convertían en sacerdotisas, en grandes alquimistas que jugaban con el agua, el aire, el fuego, la tierra, los cuatro elementos que conforman la razón de ser del universo”. Era un tiempo en que la olla, el caldero, presidia el universo doméstico. Y todos los acontecimientos sociales, privados o públicos giraban a su alrededor. Bakoly Domenichini Ramiaramanama, en su ensayo “Cocina malgache” incluido en el libro “La cocina de los antropólogos” dice que en la cultura malgache, en los largos viajes, si no se quería caer en el salvajismo, era necesario llevar una olla, ya que muchas de las provisiones requerían ser cocidas en agua. Y lo que es más importante, para estos pueblos (que han codificado hasta el último detalle la conducta respeto a la comida) la olla es un símbolo de civilización. Por la  olla empieza toda comida que se precie, hasta el punto de cargar con ella, cualesquiera que sean las dificultades, es una forma de afirmar la auto estima. Los malgaches tienen un proverbio: El animoso  cocina en cacharros, y el haragán directo al fuego”. Otras culturas determinaban que el asado era cosa de hombres, y los guisos de mujeres. Lo que sigue siendo determinante, y está vigente, es que nadie emigra sin llevar las recetas familiares en la maleta, porque en ellas se mantiene viva la identidad, la esencia de cada cultura.

Extracto del libro “El Fin de la Cocina”.

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